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El pan nuestro de cada día |
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Luz Stella Álvarez Castaño | |||||||||||||
Profesora Universidad de Antioquia | |||||||||||||
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A Jorge “En la plaza vacía Imaginémonos en Colombia, al medio día de un domingo cualquiera; al norte de Bogotá una familia sale en el carro hacia un restaurante de la zona T, a almorzar comida árabe porque está de moda. En Terrón colorado barrio marginal de Cali, una mamá y sus tres hijos almuerzan arroz, papas y aguapanela en cantidades abundantes pues no tendrán para comer en la noche y; en un resguardo indígena del Cauca, la comunidad comparte el resto de lo poco que les queda de la cacería de esta semana y un pedazo de yuca. Al revisar los problemas de la alimentación en Colombia, después de varios años de estabilidad y crecimiento económico y de tocar la puerta para entrar al club de los países ricos, surgen algunas preguntas: ¿qué ha pasado con el hambre?, ¿es un problema superado y tarea cumplida?, ¿las pretendidas soluciones han sido suficientes para las nuevas realidades? ¿Se necesitará una reflexión ética también en este campo? La discusión sobre el hambre en nuestro país ha sido relegada en los últimos años, como pasa con muchas otras calamidades, ante la atrocidad del conflicto interno y las muertes violentas que opacan su análisis desde las dimensiones macro o micro. Sólo cuando se denuncia y se muestra su cara más dramática encarnada en la infancia que literalmente se muere de hambre, o cuando una etnia asentada en el desierto enfrenta una hambruna que afecta la imagen de políticos y de los programas del gobierno, se vuelven a poner los pies sobre la tierra y a pensar en el tema. En Colombia sí hay hambre, solo que el problema se invisibiliza con el supuesto ascenso a país de desarrollo medio. La riqueza, acumulada en los últimos años de crecimiento económico, no hace más que agrandar la afrenta a las víctimas de este flagelo. Más de cinco millones de compatriotas no tienen nada que comer. Otros ven reducidas de múltiples formas, sus posibilidades de alimentarse por ejemplo, cuando en lugar de tres veces al día sólo pueden comer dos; o cuando no hay con que comprar lo que se requiere y en vez de carne se come huevo, lo que afecta a la mitad de las familias colombianas es decir, a 24 millones de personas1. Ahora bien, si se analiza la situación desde la tendencia global, habría razones para el optimismo: aunque el número de personas con hambre es gigantesco, su porcentaje en relación con el total de la población se ha reducido: pasamos del 21% al 11% entre 1990 y 2014. Igual sucede con la desnutrición: el 13% de la población infantil con baja estatura es mucho menor que hace 20 años cuando era de 23%. Sin embargo, estos promedios esconden una enorme desigualdad: en algunas regiones del país las cifras de hambre se triplican, persiste la muerte por desnutrición en departamentos como Guajira, Cesar, Bolívar y Córdoba y en las comunas pobres de Medellín el 80% de las familias no tiene garantizada su alimentación2. Es así como el hambre nos interpela, cual tarea pendiente que amerita con urgencia toda nuestra atención. En relación a las estrategias utilizadas para enfrentarlo, usualmente se ha hecho desde la lógica del suministro de provisiones para quienes no pueden comprarlas. En una desafortunada obediencia al ideario neoliberal, en la década de los 80, los diferentes gobiernos nacionales optaron por desmontar cualquier asomo de intervención en el mercado de los alimentos. Así se vendió la participación en las centrales de abasto y se eliminaron los mecanismos e instituciones que contribuían a regular precios y cosechas. Dos décadas más tarde, los gobiernos decidieron volver a intervenir pero esta vez claramente en favor de los grandes productores y procesadores de alimentos a nivel mundial, quienes evidentemente ganan con la firma del TLC con Estados Unidos. Bajo el espejismo de una supuesta ventaja para la exportación de algunos de nuestros productos, que en la práctica no se ha materializado, Colombia y Venezuela son los únicos países de Suramérica en donde el saldo comercial agroalimentario es negativo3. Al tratar de solucionar el problema del hambre desde el abastecimiento de alimentos a quienes no tienen los ingresos para comprarlos, los gobiernos han cambiado de estrategias conservando un común denominador: dar comida de manera focalizada. El verbo focalizar es sin duda el más conjugado en nuestras políticas de los últimos años. En la década de los 80, se trataba de encontrar a los más pobres entre los pobres. En los 90, estuvo en los grupos vulnerables (por edad, género, etnia) y a partir del 2000, se focaliza en los primeros mil días de vida. Ahora seremos ciudadanos con derechos, sólo los primeros tres años de vida, que es curiosamente mientras no podemos decidir. Así, mientras los organismos multilaterales asesoraban a nuestros hacedores de política sobre cuál era el método más indicado para focalizar, distribuir 30 dólares por familia pobre al mes y evaluar la inversión, a expensas de la confianza en el mercado, se fue configurando una manera caótica de producir y distribuir alimentos y, en algunos casos, con estructuras francamente mafiosas y delincuenciales. Hoy tenemos prácticas ilegales alrededor de la producción y comercialización de alimentos. Ese es el caso de los carteles del arroz y del azúcar denunciados recientemente. En los grandes centros de abasto los productos tienen su capo estilo “cebollero”, y en los barrios populares de Medellín, las bandas criminales controlan la venta de alimentos básicos como pollos, arepas y huevos. Se observa entonces que el país asumió un modelo en el que no importa la ruina social y económica de los pequeños productores de alimentos ni la seguridad alimentaria de la población ni el hambre de una parte de ella, mientras se garantice el suministro a quienes tengan capacidad de compra. La política social sólo intenta remediar los estragos de las primeras partes de la cadena. Los carteles colombianos son apenas el reflejo de lo que sucede con el comercio mundial de alimentos, ese en el que decidimos confiar ciegamente al firmar los TLC. Como lo muestra Martin Caparrós en su libro “El hambre”, los precios de los víveres en el mundo los definen los especuladores de las bolsas de Nueva York y Chicago. En otras palabras, ellos deciden cuáles ciudadanos de qué países comerán y cuáles no. Además hay unas nuevas realidades, igualmente preocupantes que a simple vista no tendrían relación entre sí. En las zonas urbanas pobres y aún en las rurales a falta de buena alimentación, hoy se cuenta con una disponibilidad sin precedentes de alimentos nacionales e importados baratos y poco nutritivos que llevan al sobrepeso, la obesidad, a enfermedades crónicas y a la muerte prematura. Al mismo tiempo, especialmente en las grandes ciudades, está aumentado el refinamiento gastronómico. El negocio de los restaurantes con tradiciones culinarias de otros países y lo que se denomina cocina “de vanguardia”: fusión, molecular, de autor, etc., ha encontrado consumidores ávidos que por curiosidad, por franco esnobismo o por sentirse parte de una ciudadanía global responden bastante bien a la propuesta de este mercado. En Colombia las nuevas clases medias están apalancando el aumento del llamado mercado de lujo que incluye algunas cadenas de restaurantes4. ¿Qué podemos evidenciar en las diferencias que existen entre las familias pobres de la Guajira, Cauca, Cali, Bogotá, Medellín y familias que disfrutan de la mayor diversidad en su alimentación? La respuesta es más que obvia: constituyen la manifestación de una desigualdad en los ingresos y en la riqueza que parece intrínseca al desarrollo del país. Surge otra pregunta: ¿qué sería lo equitativo y lo ético en este caso, que todos tuviéramos la posibilidad de ir al restaurante árabe en la zona de moda? Estas ideas sobre lo ético y la equidad pueden iluminar los análisis sobre cómo las sociedades deberían organizar su producción y distribución alimentaria. Si bien se trata de reflexiones en la mayoría de los casos recientes, al menos para la academia, hay un asunto en el que se ha alcanzado consenso: sólo es posible abordar el problema desde todas sus aristas. La llamada “huella ecológica” evidencia la contaminación causada en la producción, el transporte y la comercialización de alimentos, que por supuesto aumenta cuando hay mayor distancia geográfica entre el sitio de producción y el de consumo. Igualmente es sabida la cantidad irracional de agua que se desperdicia en la elaboración de ciertos productos y los peligros para la biodiversidad que implican los monocultivos industriales como soya, maíz, trigo y azúcar. Hoy hay una creciente conciencia sobre la necesidad de disminuir la producción de carne y derivados lácteos por los efectos nocivos que la cría industrial de animales tiene sobre el suelo y la generación de CO2; también, es claro que la producción de alimentos como frutas y verduras debe hacerse sin usar agroquímicos que envenenan el producto y el medio en que se cultiva. El cambio promovido por el llamado movimiento global por un comercio justo ha demostrado además, que lo que se produce y como se produce está muy ligado a quien es el propietario de la tierra. Aquí también, hay una necesidad apremiante de repensar las formas de producción y la protección legal y ambiental de la biodiversidad alimentaria. Estos cambios requieren consumidores diferentes; no es posible que todos comamos de todo, incluyendo para cada persona, especies exóticas traídas de los lugares más recónditos por saludables que sean. Tampoco es aceptable desperdiciar los alimentos como se hace hoy en los supermercados y en los hogares, simplemente el planeta no lo resiste. Se hace pues imperativo repensar la Ética de nuestras políticas alimentarias desde todos los componentes de la cadena: quién produce, cómo se produce, quién consume, cómo consume y cómo se conectan estos actores entre sí. Y si bien, la distribución justa de los alimentos requiere nuevas políticas también, implica transformaciones culturales que conduzcan a cabios de mentalidad, a la toma de conciencia sobre la necesidad de que cada persona, en el día a día en sus hogares, asuma comportamientos responsables y solidarios, desde la ética del autocuidado. | |||||||||||||
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