A las mujeres del Catatumbo

 

Hoy es justo reconocer la presencia íntegra de las mujeres en la historia de la región, aunque no hayan aparecido en las tarimas, las pantallas o las crónicas, sino hasta ahora. Hoy, con el relato de su territorio corporal, es irrefutable afirmar que el Catatumbo tiene alma de mujer, de mujer indígena y campesina, y que en sus potencialidades femeninas se encuentran certezas para reinventarse frente al asedio del mercado globalizante de los traficantes de la vida y especuladores de la guerra.

 
Diana Sánchez Lara
 
Directora Asociación MINGA, Coordinadora Programa Somos Defensores
 
 

A veces pienso que cuando Angeles Mastretta escribió Mujeres de ojos grandes, se inspiró en las mujeres del Catatumbo, con sus bellezas libertarias y cabellos subversivos. O quizás Isabel Allende, al escribir su majestuosa, impetuosa e inteligente Inés del alma mía. Pero también pudo ser Marcela Serrano con sus 10 Mujeres, quienes con sus silencios ocultaron sufrimientos, miedos y vidas atropelladas, a pesar de sus sabidurías refugiadas. Igual pudo ser Clarissa Pinkola Estés con su agreste obra Mujeres que corren con lobos, como saldo pendiente de las mujeres que sin saberlo han sido las forjadoras de sus comunidades, pero donde siempre, el patriarcado ha falseado la historia.

Y no es exagerada esta introducción. Quienes por primera vez pisan tierras del Catatumbo, con sorpresa y admiración encuentran bellas mujeres de ojos grandes, color miel, negros o azules, surcados por cejas pobladas, resaltadas como si se escondieran tras un velo. Sí, como ese velo que oculta historias mágicas de tiempos de abundante comida, cuando ellas con dedicación contribuían a despachar camiones cargados de yuca, plátano, maíz, fríjol, café, piña para otros departamentos, inclusive pasando las fronteras hacia Venezuela. Pero también de tiempos malditos cuando la violencia decidió entronizarse en sus hombres como para no salir jamás. Y entonces la guerra los adaptó a sus propósitos de enriquecimiento con toda la carga machista que ella empuja, exacerbando esa tal supremacía en todos los espacios, públicos y privados.

Por eso la mirada profunda de las hijas de la Casa del Trueno, también refleja la huella de sus imborrables dolores, los propios y los provocados por el sacrificio de los hijos; tantos, que podríamos decir que en el Catatumbo no hay un solo hogar que no haya perdido uno, dos o tres familiares, en tantos años de violencia. Quizás por ello, la naturaleza, en compensación por el llanto que habrían de derramar en la vida, las mujeres del Catatumbo nacieron con ojos grandes y brillantes.

Tampoco es desproporción decir que son de fácil y generosa sonrisa, como puertas abiertas que permiten entrar a conocer su aciaga historia, cuando las empresas petroleras gringas llegaron a sus tierras en los años 30 para romper la magia existente entre los valles del rio Catatumbo y sus indígenas Barí. Empresas devastadoras y advenedizas que impusieron infaustos nombres a comunidades como Petrólea, Campo Dos, el 77, y trastocaron el sentido natural de la vida por la economía de enclave, la economía de la ambición, que tanto daño ha causado a sus gentes.

Pero en su sonrisa franca y su mirada limpia, también está la memoria del profundo afecto con la tierra y las vecindades prodigado por sus progenitoras ancestrales, por lo que hoy, organizadas en Juntas de Acción Comunal y otras experiencias colectivas, le presentan alternativas a la guerra del saqueo, negándose a ver al Catatumbo convertido en un campo minero, petrolero o de monocultivos, entregado a multinacionales a costa de la biodiversidad y sus culturas originales.

Sus manos dulces, no dóciles, pero duras como tierra del corral –canta León Gieco–, son testimonio silencioso de que han hecho parte de la historia del Catatumbo, que en este territorio trasiega el espíritu de la milenaria mujer indígena y campesina; la evidencia de que su laboriosidad ha hecho parte de esa fragua en la que ellas amasaron la cultura catatumbera. Tal como lo han hecho cada madrugada, cuando convocan la familia alrededor de la hoguera y preparan esas ricas arepas rellenas de queso acompañadas con un café para empezar la jornada, y solo descansan un poco bien entrada la noche, ya pensando en el desayuno del mañana.

Y fue la fuerza inmensa de esas manos cariñosas y encallecidas que labraron la intransigencia comunitaria a la entrada paramilitar en los finales de los noventa. Con esa impronta femenina que inventaron formas de subsistencia con sus hijos calladitos y pegaditos a sus faldas, en los filos de montañas, cocinando en silencio, mientras los ejércitos paramilitares entraban a sus casas, volteaban colchones, destruían sus humildes enseres y quemaban sus pueblos bajo la permisiva mirada oficial.

Al igual que sus ojos y cabellos, la piel de las mujeres catatumberas encierra el enigma y la gracia de cuerpos armónicos y exultantes, en los que la violencia paramilitar ensañó sus odios y venganzas; cuando ser bonita era un peligro, cuentan ellas. Esa violencia desquiciada de hombres foráneos que obligó a miles de ellas a huir, dejándolo todo; a muchas otras a someterse por no tener otro lugar en el mundo a donde ir, y muchas más, a morir antes que obedecer las perversas imposiciones de individuos criminales y ajenos. Los relatos y memorias ya tejidas en los últimos años evidencian la magnitud de la violencia sexual contra las mujeres de esta región, vivencias que las volvieron silenciosas, prevenidas y desconfiadas; pero no por ello, menos valerosas y arriesgadas.

Aun así, hoy se juegan su historia en la reconstrucción social del territorio, y reivindican en ella, dignificándoles, los nombres de sus hijos, padres, hermanos y compañeros. Y con el vigor de esos cuerpos altivos, logran plasmar sus sentires en un texto de hermosas palabras que titularon Estos dolores que nos hacen fuertes. Voces y memorias de mujeres del Catatumbo, con el apoyo del Centro Nacional de Memoria Histórica.

Esas manos de vitales futuros, a contracorriente de la codicia del capital, siguen tejiendo sueños, y por eso van sembrando conciencia a través de las plantas medicinales de vereda en vereda, para transformarlas en cremas y ungüentos sanadores de la vida, champús para cabellos libres y rebeldes, y jaleas y yogures naturales para contrarrestar el consumismo, que no cesa en su empeño de invadir prácticas y pensamientos. Esas manos que nunca han dejado de criar proles propias, y ajenas cuando la violencia arrebata la vida de jóvenes mujeres; esas manos se levantan frente a la hegemonía machista, sin perder de vista la integralidad de la comunidad, y hacen evidente su liderazgo social y político.

Hoy es justo reconocer la presencia íntegra de las mujeres en la historia de la región, aunque no hayan aparecido en las tarimas, las pantallas o las crónicas, sino hasta ahora. Hoy, con el relato de su territorio corporal, es irrefutable afirmar que el Catatumbo tiene alma de mujer, de mujer indígena y campesina, y que en sus potencialidades femeninas se encuentran certezas para reinventarse frente al asedio del mercado globalizante de los traficantes de la vida y especuladores de la guerra.

Edición 626 – Semana del 8 al 14 de marzo de 2019
   
 
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