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En Colombia las víctimas del conflicto armado, los pobres, los campesinos, los afrocolombianos, los indígenas y los jóvenes son quienes conforman esa zona de vacío entre la vida y la muerte, entre la existencia y la desaparición y entre el poder y la abyección… |
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Juan Carlos Amador |
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Profesor de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas |
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Achille Mbembe, filósofo de origen camerunés, y uno de los intelectuales más comprometidos con el estudio de la Sudáfrica poscolonial, desde hace algo más de diez años ha desarrollado el concepto de necropolítica para dar cuenta de las relaciones entre la política y la guerra en sociedades que transitaron por experiencias coloniales. La necropolítica es una forma de gobierno en la cual sus dirigentes ejercen autoridad mediante el uso de la violencia y se arrogan el derecho de decidir sobre la vida de los gobernados. Mediante distintas estrategias, apoyadas en la soberanía de Estado y el respaldo de “las mayorías”, estos gobiernos deciden quién puede vivir y quién debe morir. Esto indica, según Mbembe, que la necropolítica es otro modo de cosificación del ser humano propia del capitalismo, que va más allá de la explotación obrera, en el que el cuerpo mercantilizado es susceptible de ser desechado, situación que aniquila progresivamente la integridad moral de las poblaciones. En sus palabras: “Las personas ya no se conciben como seres irremplazables, inimitables e indivisibles, sino que son reducidas a un conjunto de fuerzas de producción fácilmente sustituibles” (Mbembe, 2011, pág. 18). Este planteamiento se apoya en varios antecedentes teóricos. Uno de ellos, muy conocido en la filosofía y las ciencias sociales, es el concepto de biopoder desarrollado por Michel Foucault a partir de un conjunto de conferencias dictadas en el Collège de France entre 1978 y 1979, y que posteriormente se convirtieron en el libro titulado Nacimiento de la biopolítica en 2004. De manera sintética, se puede decir que para el filósofo francés el biopoder es el dominio de la vida sobre la cual el poder ha establecido su control. En el marco de los estados modernos, el biopoder se convierte en biopolítica a través de la soberanía, la cual consiste en ejercer control sobre la mortalidad y definir la vida como el despliegue y la manifestación del poder. Esto explica por qué los estados modernos buscan instaurar por derecho -o de facto- el Estado de excepción. Se trata de un Estado de emergencia manifiesta que se vuelve permanente dada la necesidad de combatir a un enemigo que se ficcionaliza, y que se demoniza, no solo como un individuo inferiorizado que ha de ser dominado sino especialmente eliminado. Asimismo, estos estados se amparan en el viejo derecho soberano, el cual da vía libre a la regulación de la distribución de la muerte y a la instauración de funciones mortíferas de Estado. Estos planteamientos están ampliamente desarrollados no solo en la teoría de Foucault, sino también en autores como Giorgio Agamben y Franz Fanon. Si bien Mbembe explora distintos modos de implementación de tecnologías necropolíticas como los casos de las plantaciones norteamericanas, el apartheid sudafricano y la ocupación israelí de Palestina, entre otros, no tiene en cuenta hechos como el terrorismo de Estado en el Cono Sur ni el conflicto armado interno en Colombia. Sin embargo, tanto su marco teórico como su agudeza analítica de los acontecimientos bélicos pueden resultar útiles para comprender la actual relación entre la política y la guerra en Colombia, específicamente en lo que concierne a los obstáculos que el actual gobierno (Uribe – Duque) ha introducido a la implementación del Acuerdo de Paz firmado entre el Estado colombiano y las extintas Farc en 2016, y a un conjunto de estrategias que, desde la legitimación de la eliminación del enemigo y el debilitamiento progresivo del Estado de Derecho, se configuran en lo que Deleuze y Guattari han llamado máquinas de guerra. La actividad constante de las máquinas de guerra es rentable porque permite el control de espacios con recursos valiosos y porque la actividad bélica genera deudas que resultan lucrativas para intereses privados. Estos espacios quedan gobernados por poderes fácticos (ejércitos estatales, grupos armados ilegales, caudillos locales, propietarios de grandes extensiones de tierra y organizaciones criminales, entre otros) que hacen casi imposible determinar quién detenta el poder. En tal sentido, apoyados en Mbembe, surgen preguntas como: ¿En qué condiciones se ejerce ese poder de matar, de dejar vivir o de exponer a la muerte? ¿Quiénes son los sujetos que ejercen ese derecho? ¿Cómo el Estado de hoy hace del asesinato de su enemigo su objetivo prioritario con el pretexto de la guerra o de la lucha contra el terror? De manera precisa, en los siete meses del gobierno Uribe – Duque se ha evidenciado el tránsito de una narrativa centrada en la construcción de paz y reconciliación con verdad, justicia, reparación y no repetición, basada en los puntos del Acuerdo de Paz firmado con la guerrilla más antigua del continente, a un discurso guerrerista que vuelve a viejos planteamientos, como la consolidación militar de los territorios (específicamente en los llamados territorios PDET), las redes de informantes, los sistemas de recompensas por denunciar a sospechosos, el porte de armas y la lucha antiterrorista. Aunque se trata del reciclaje de los presupuestos guerreristas de la política de Seguridad Democrática padecida por la sociedad colombiana entre 2002 y 2010, también se evidencia la introducción de singulares modalidades necropolíticas: la re-creación de un enemigo que va más allá de la exguerrilla de las Farc, y que actualmente se configura como aquel ciudadano, organización o movimiento que defiende el Acuerdo de Paz; el sabotaje a la puesta en marcha del llamado Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No repetición; y el incumplimiento intencional al proceso de erradicación voluntaria de cultivos ilícitos en territorios afectados por esta situación. En relación con el primer aspecto, una de las principales retóricas del gobierno y de sus aliados en el Congreso de la República y medios de comunicación hegemónicos es la estigmatización (directa o encubierta) de sectores de la sociedad civil, organizaciones de víctimas y/o partidos políticos que defienden el Acuerdo de Paz. Ante el agotamiento de la figura del guerrillero - terrorista como enemigo de la sociedad que merece ser eliminado, surge como respuesta de la ultraderecha la reinvención del enemigo: un individuo o grupo que, al estar de acuerdo con la implementación del Acuerdo de Paz, se asocia de manera malintencionada con una cadena discursiva de equivalencias, tales como el guerrillero, el izquierdista, el mamerto y el terrorista. La retórica ha resultado efectiva, especialmente en relación con estrategias de desinformación de algunos medios de comunicación, al mostrar en el espacio público a una sociedad dividida entre los que defienden a las Farc (ahora especialmente asumidos como violadores de niños) y quienes están en contra de la impunidad (buenos muchachos). De acuerdo con Mebmbe, este tipo de estrategias evidencia cómo se ficcionaliza al enemigo, proceso que no solo lo convierte en un sujeto sacrificable sino también en un objeto, una instancia subhumanizada que es introducida en el reino del cálculo político, esto es, en el cálculo electoral del Uribismo. El segundo aspecto, relacionado con los evidentes obstáculos que el gobierno Uribe – Duque ha impuesto a la implementación del Acuerdo de Paz, se traduce especialmente en las conocidas objeciones declaradas por el presidente de la República a la ley estatutaria de la JEP. Sobre estos hechos se han adelantado análisis jurídicos y políticos muy rigurosos. Para efectos del tema en cuestión, es claro que estas objeciones son parte de una estrategia necropolítica que pretende debilitar un modelo de justicia restauradora y evitar así que la sociedad colombiana conozca la verdad de los hechos del conflicto armado. Conflicto en el que tienen responsabilidad no solo exguerrilleros sino también otros grupos ilegales, así como integrantes de las fuerzas militares, políticos y empresarios. Además de obstruir el derecho a la verdad, el gobierno Uribe – Duque se ha empeñado en clasificar a las víctimas, entre las víctimas afectadas por las acciones de las Farc (las verdaderas) y otras víctimas que, colateralmente, resultaron afectadas por grupos armados legales o paramilitares. Por otro lado, ante la inseguridad jurídica que puede surgir, a propósito de las rebuscadas explicaciones a las objeciones del ejecutivo, las bases (llamadas por algunos la guerrillerada) que aún están ubicadas en los espacios territoriales pueden considerar seriamente el retorno a las armas. Se trata de una posibilidad fundada en su configuración como enemigo de la sociedad, figura que encarna la barbarie y la aberración en el seno del cuerpo político, tal como lo plantea Mbembe. Por último, el histórico abandono estatal al que han estado sometidas muchas poblaciones en Colombia no solo se sostiene, sino que se profundiza en medio de las estrategias necropolíticas de la era Uribe – Duque. Particularmente, frente a las promesas a campesinos que voluntariamente optaron por la erradicación de cultivos ilícitos en zonas afectadas por el conflicto armado, la respuesta de este gobierno ha sido la represión, la erradicación forzada y próximamente (si la Corte Constitucional lo permite) el uso de glifosato. A estas alturas, la sustitución voluntaria no solo es un problema en los territorios sino un riesgo inminente para la vida. De hecho, los informes de la Defensoría del Pueblo sobre el asesinato sistemático de líderes sociales desde 2016 indican que una causa asociada a esta tragedia es justamente la promoción de la erradicación voluntaria de cultivos ilícitos. Al respecto, Patricia Lara, en su última columna del diario El Espectador, sostiene que las estadísticas muestran que la resiembra de coca en los casos de erradicación forzada es de 0,6 %, mientras que en los casos de erradicación voluntaria llega al 35%. Por otro lado, existen suficientes indicios científicos que demuestran los perjuicios del glifosato para la salud humana y el daño a la naturaleza. Sin embargo, la retórica de este gobierno y del Fiscal (que ahora parece un superministro, probablemente ante el nefasto papelón de las ministras del Interior y de Justicia) es banalizar este problema y compararlo con los daños producidos por el colesterol. Aunque Mbembe examina las categorías raza y racismo como sustratos de la necropolítica en los estados de excepción, en Colombia las víctimas del conflicto armado, los pobres, los campesinos, los afrocolombianos, los indígenas y los jóvenes son quienes conforman esa zona de vacío entre la vida y la muerte, entre la existencia y la desaparición y entre el poder y la abyección, y que se constituyen en la masa de individuos sacrificables para que la guerra sea sostenida. Al fin y al cabo, la guerra es lo que ha garantizado el poder electoral de las élites mafiosas en los territorios. Edición 628 – Semana del 22 al 28 de marzo de 2019 | |||||||||||||
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