¿Para dónde va Colombia?

 

Es evidente que el actual presidente de Colombia no genera credibilidad y mucho menos confianza en amplios sectores societales. La inercia institucional apenas si alcanza a encubrir la improvisación y la incapacidad del Jefe de Estado para erigirse como símbolo de la unidad de un país que necesita con urgencia de un verdadero líder…

 
Germán Ayala Osorio
 
Comunicador social y politólogo
 
 

Una vez las Farc – EP hicieron dejación de armas y se puso en marcha el proceso de implementación del Acuerdo Final II, el país pareció entrar en un escenario socio político distinto. El entonces presidente Santos se atrevió a señalar que “Colombia vivía en el posconflicto”. Claro, en un posconflicto en perspectiva minimalista, soportada en la entrega o dejación de las armas por parte de esa guerrilla, lo que supone la imposibilidad de avanzar en cambios estructurales en las maneras como opera el Establecimiento, para asegurar, de verdad, escenarios de posconflicto1.

A pesar de que alcanzamos a respirar un ambiente distinto con la salida de las Farc de los teatros de operaciones o de la escena militar, con el regreso del llamado “uribismo2”, reencauchado en la débil y capturada figura del presidente Iván Duque3 Márquez, los vientos que hoy soplan por el territorio nacional no solo alejan la posibilidad de alcanzar una paz4 estable y duradera, sino que esas corrientes nos advierten sobre el regreso a los tiempos del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala y/o a la Política de Seguridad Democrática (2002 – 2010).

En esta columna expongo varios hechos y circunstancias que hacen pensar en que efectivamente el país está de regreso a lo que vivió durante los aciagos años de la Seguridad Democrática.

La primera circunstancia contextual tiene que ver con un hecho social y político: se asumió la llegada del posconflicto sin haber logrado la reconciliación y lo que es peor, sin haber dejado trazados los caminos socio culturales que nos llevaran a ese estadio, con el fin de cerrar las páginas de un conflicto armado interno que nos mostró, con crudeza, la degradación moral y política de sus actores armados (legales e ilegales).

Juan Manuel Santos hizo la tarea de desarmar a las Farc, pero ningún agente de la sociedad civil asumió la compleja tarea de proponer caminos y acciones de reconciliación. Y quizás sucedió así porque nunca entendimos entre quiénes y por qué debíamos reconciliarnos. Redujimos esa tarea a las acciones de petición de perdón5 por parte de las Farc, al tiempo que evitamos, como sociedad, examinar las responsabilidades que cada colombiano, incluyendo a los miembros de las élites, debía asumir, para luego pedir perdón por lo dicho y por lo no dicho; por las acciones de directa injerencia en la extensión y degradación del conflicto armado interno y por aquellas omisiones que nos convirtieron en testigos mudos del extendido holocausto que sufrieron –y sufren aún– los más de 7 millones desplazados y las familias de los militares, paramilitares, guerrilleros y civiles que murieron en razón de las dinámicas del conflicto armado interno.

La segunda circunstancia guarda estrecha relación con los resquemores, odios viscerales y los altos niveles de prevención y crispación ideológica que el plebiscito del 2 de octubre de 2016 coadyuvó a consolidar al interior de una sociedad que deviene atomizada, fragmentada, moralmente confundida y cultural y políticamente empobrecida. Es esa misma sociedad la que por más de 50 años de conflicto armado creyó o quiso creer aquella versión oficial que indicaba que el único y real problema que tenía el país era la existencia de las guerrillas. Craso error. Hoy millones de colombianos comprenden que la corrupción6 pública y privada es el más grave problema que sufre Colombia, con un elemento adicional: que, al haberse entronizado y naturalizado, parece no haber forma de acabarla. O por lo menos, de reducirla a sus justas proporciones como lo propuso el entonces presidente Julio César Turbay Ayala (1978 – 1982).

La tercera circunstancia está íntimamente ligada a un asunto históricamente desconectado de las razones objetivas que propiciaron el levantamiento armado en los años 60: un latente conflicto étnico7 entre una élite “blanca” (o blanqueada) y unos pueblos ancestrales (indígenas y afros) que se resisten al modelo económico neoliberal que hace énfasis en actividades extractivas y de deforestación, para dar paso a grandes plantaciones de palma de aceite y azúcar y a la ganadería extensiva con fines de especulación inmobiliaria.

Es decir, estamos ante una etapa decisiva del desarrollo capitalista, que tiene en el crecimiento de las ciudades capitales y las intermedias como el gran objetivo del capital nacional y transnacional. De allí la necesidad de ir corriendo la frontera urbana y el consecuente sometimiento de los territorios rurales a las lógicas urbanas. Lo que viene sucediendo en la altillanura con la apropiación indebida de baldíos8 por parte de reconocidas familias y poderosas empresas nacionales y extranjeras es la avanzada de un desarrollismo de viejo cuño, que se expresa en el objetivo de modernizar el país y el sector rural, sin alcanzar generalizados niveles de modernidad política y cultural en la población y en las élites. Y esa visión de desarrollo económico expone como enemigos naturales a los negros, a los campesinos y los indígenas. Por ello, no hay que descartar que en adelante se den enfrentamientos étnicos, provocados por quienes ven en las cosmovisiones y los Planes de Vida de indígenas y afros y el sistema de producción campesina serios obstáculos para alcanzar ese deseado desarrollo.

Las reacciones del Gobierno de Duque y las que ya expresan sectores sociales frente a la Minga indígena-campesina que por más de 20 días bloquea la vía Panamericana al sur del país, dan cuenta de un ambiente de animadversión étnica que deviene histórico, pero que ahora parece acrecentarse por la férrea oposición de los indígenas frente a un modelo de desarrollo que insiste en someter y transformar la base ecosistémica de un país que sigue siendo considerado como uno de los más biodiversos del mundo. Eso sí, la tala indiscriminada de árboles en la Amazonia y territorios aledaños, y los cambios sustanciales que vienen sufriendo otros ecosistemas valiosos, poco a poco alejarán al país del reconocimiento de esa condición natural.

La cuarta circunstancia contextual guarda estrecha relación con la dimensión internacional y el sometimiento de la agenda nacional a los intereses de los Estados Unidos de Norteamérica. Claramente, el presidente Duque, orientado por las angustias personales9 de Álvaro Uribe Vélez, intenta cerrar las puertas que Santos abrió al multilateralismo, para insistir en mantener una agenda binacional anclada exclusivamente a la política antidrogas de Donald Trump y por supuesto, a los intereses de la industria militar americana.

Lo anterior se explica por dos hechos: el primero, la presión que el gobierno de Trump ejerce sobre el presidente Duque para que cuanto antes reinicie la fumigación con glifosato de los cultivos de uso ilícito. Coacción que de inmediato el Gobierno la traslada a la Corte Constitucional. Con las fumigaciones aseguran el desplazamiento forzado de campesinos que sufren las consecuencias de las aspersiones con glifosato y la persecución policial, lo que facilita la entrada de proyectos productivos a gran escala, ganadería extensiva y empresas de exploración de hidrocarburos; y el segundo, el apoyo que la administración norteamericana expuso a las objeciones presidenciales al proyecto de ley estatutaria de la Justicia Especial para la Paz. Recientemente el embajador de los Estados Unidos en Colombia se reunió con Representantes a la Cámara para insistir en la aprobación de las objeciones que hiciera Duque en la alocución10 del 10 de marzo del año en curso.

Lo anterior se traduce en un interés genuino por golpear el proceso de implementación del Acuerdo Final II y por esa vía, generar un ambiente de incertidumbre en los jóvenes farianos que hoy insisten en cumplir con lo acordado en La Habana, a pesar de incumplimientos y de los riesgos que se ciernen sobre la sostenibilidad económica de los proyectos productivos echados a andar. Con el apoyo-respaldo-presión de los Estados Unidos, la administración de Duque y el uribismo avanzan en su propósito de hacer trizas11 el Acuerdo Final. Y para ello, creen poder tomar distancia de la Unión Europea y en particular de los países garantes del proceso de paz. Y para terminar de consolidar la equivocada política internacional del Estado colombiano hoy, el caso venezolano se erige como la oportunidad para demostrar total obsecuencia del gobierno de Duque con los intereses económicos que los Estados Unidos tienen en Venezuela.

Todo lo anterior sirve para explicar las negativas sensaciones que se perciben en sectores de opinión alrededor de las decisiones adoptadas por Duque en estos primeros 8 o 9 meses de gobierno. Es evidente que el actual presidente de Colombia no genera credibilidad y mucho menos confianza en amplios sectores societales. La inercia institucional apenas si alcanza a encubrir la improvisación y la incapacidad del Jefe de Estado para erigirse como símbolo de la unidad de un país que necesita con urgencia de un verdadero líder que, sin ambages y mezquindades, asuma el Acuerdo Final II como un asunto estatal y reoriente el modelo de desarrollo, a todas luces insostenible social, política, económica y culturalmente.

Por lo anterior, me pregunto: ¿para dónde va Colombia?

Edición 630 – Semana del 5 al 11 de abril de 2019

3 Véase: “Sensaciones”.

   
 
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