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Erosión de la ética pública y banalidad del mal: a propósito de los casos Nicacio Martínez y Guillermo Botero |
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El respaldo a estos sombríos servidores públicos (cuyos salarios, prestaciones y gastos de representación dependen de nuestros impuestos) de diversas maneras devalúa el valor de la vida, desprecia los principios del Estado de Derecho y desconoce el sentido de la ética pública. No tiene ninguna justificación que estos dos señores de la guerra continúen ejerciendo sus cargos… |
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Juan Carlos Amador |
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El pasado 5 de junio de 2019, el Senado aprobó el ascenso del comandante del Ejército Nicacio Martínez Espinel al grado de General de cuatro soles, así como los ascensos de siete miembros de la Policía, dos almirantes de la Armada Nacional y un integrante de la Fuerza Aérea de Colombia. Tras el retiro de las bancadas de oposición, quienes expresaron sus diferencias por los polémicos reconocimientos, 64 senadores votaron a favor y uno en contra. Lo paradójico de estos hechos es que, días atrás, el diario The New York Times, a través del periodista Nick Casey, denunció el posible retorno a los llamados falsos positivos en Colombia por cuenta de las directrices de Martínez, en calidad de comandante del Ejército, en las que exigía a sus tropas duplicar el número de bajas, ejecutar con perfección ataques letales (así se afecten civiles) y realizar operaciones militares con solo un 60 o 70 por ciento de credibilidad y exactitud acerca de los sospechosos. Luego del escándalo, se retiró la directriz y el presidente Duque ordenó conformar una comisión de alto nivel para revisar los procedimientos militares de orden público. A pesar de los duros señalamientos al comandante Martínez y al ministro de Defensa, Guillermo Botero, por parte de medios internacionales, algunas ONG y organismos multilaterales, no hubo forma de detener el ascenso ni mucho menos de exigir la renuncia del experimentado oficial quien, durante 2004 y 2006, fue parte de la tenebrosa Décima Brigada del Ejercito, cuestionada por estar presuntamente involucrada en cerca de 283 ejecuciones extrajudiciales en los departamentos del Cesar y la Guajira. Por lo contrario, las barras de militares presentes aquella noche en el Congreso de la República y las bancadas ultraderechistas terminaron felicitando y ovacionando al alto oficial. Al final de la jornada, el presidente Duque afirmó: “Con gran complacencia recibimos el apoyo y respaldo del Congreso de la República a nuestras Fuerzas Militares y de Policía. Estos ascensos son un reconocimiento y muestra de confianza para quienes a diario se la juegan por la tranquilidad y seguridad de todos los colombianos”. Días después, luego de que algunos sectores de las bancadas de oposición en la Cámara de Representantes gestionaran un debate para discutir la posible moción de censura del ministro de defensa, Guillermo Botero, basados no solo en las denuncias de The New York Times sino en la muerte sistemática de líderes sociales y el abominable asesinato del excombatiente Dimar Torres por parte de un integrante del Ejército el pasado 21 de abril, se repitió un patrón similar al del comandante Martínez en el Senado. En esta ocasión, la moción se hundió luego de obtener 121 votos en contra y 20 votos a favor por parte de los padres de la patria en la Cámara Baja. Luego de que el ministro diera sus explicaciones, la sesión se cerró con un contundente espaldarazo de la Cámara a la gestión no solo de un obediente ministro sino también del presunto socio mayoritario de una empresa de seguridad que contrata con el Estado. Mientras que el diario El Tiempo, en su edición del 13 de junio de 2019 tituló en su primera página “La arrolladora votación con la que la Cámara apoyó al ministro Botero”, el mismo jefe de la cartera de Defensa publicó airoso en su cuenta de Twitter: “Asumo la responsabilidad política de haber reducido en 4% los homicidios. De mejorar los resultados de seguridad. De incrementar las hts (sic) erradicadas de coca. De menos terrorismo. Asumo la responsabilidad de tener un ministerio impecable. #SomosFuerzaPública”. A pesar de la indignación de ciertos sectores sociales y políticos por estos hechos, la inusitada posesión de Santrich en la Cámara, la cual se convirtió en un show mediático ampliamente aprovechado por quienes están campaña política, hizo que el tema se cerrara rápidamente en el espectro de la opinión pública nacional, asunto que de todos modos sigue siendo objeto de análisis crítico en medios como The New York Times y Washington Post de Estados Unidos, el País de España y Deutsche Welle de Alemania. Sin embargo, con el interés de abrir un debate nacional al respecto, estos hechos deben ser examinados a profundidad, pues son muchas las preguntas que surgen en torno a las responsabilidades éticas y políticas no solo de estos dos funcionarios del gobierno Uribe – Duque sino de todos aquellos que apoyan sus discursos y prácticas. El respaldo a estos sombríos servidores públicos (cuyos salarios, prestaciones y gastos de representación dependen de nuestros impuestos) de diversas maneras devalúa el valor de la vida, desprecia los principios del Estado de Derecho y desconoce el sentido de la ética pública. No tiene ninguna justificación que estos dos señores de la guerra continúen ejerciendo sus cargos, que tomen decisiones por la vida de muchos colombianos en territorios en donde se está intensificando la violencia política y que, además, sean presentados ante la opinión pública como héroes nacionales. A través de este Semanario, en la Edición 638 del pasado 8 de junio, Patricia Lara, producto de estos mismos acontecimientos, se preguntó: “¿Quién asume la responsabilidad política por tantos horrores, por ejemplo, el asesinato e intento de desaparición del cadáver del ex Farc Dimar Torres por parte de un miembro del Ejército? ¿Quién responde por los homicidios de 20 líderes sociales en mayo, de los cerca de 500 acribillados desde la firma de los Acuerdos de Paz y del asesinato, después de la misma firma, de 135 ex combatientes de las Farc? ¿Y quién por el hecho de que las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, los Caparrapos y demás bandas de narcotraficantes se paseen como Pedro por su casa por territorios en los cuales los pobladores desconfían de la mayoría de los policías y soldados pues piensan que protegen a los mafiosos?” A la par, al terminar esta columna, se publicó un informe de la Defensoría del Pueblo sobre Derechos Humanos y DIH, el cual evidencia cómo a lo largo del último año han surgido nuevos grupos armados, asociados al negocio del narcotráfico, que buscan controlar territorios (muchos de ellos ocupados anteriormente por las extintas Farc – EP), y que traen consigo el sometimiento de la población, la revictimización de muchas personas y comunidades, la eliminación sistemática de líderes sociales, así como el incremento de extorsiones y homicidios. Así, mientras que la violencia política se recicla, se intensifica y se expande, los máximos responsables de combatir la criminalidad y propiciar condiciones de estabilidad en los territorios, conforme a la Constitución, la ley y el Acuerdo de Paz, no responden por sus actos mortíferos y humillantes, se esconden tras la tiranía de las mayorías acomodaticias en el Congreso y asumen con alevosía e irrespeto hacia las víctimas y la ciudadanía en general sus responsabilidades éticas y políticas. Es claro que, tanto el gobierno de Uribe – Duque como la cofradía terrateniente y empresarial que lo sostiene, no comparten el sistema de valores que ha de guiar la construcción colectiva del Estado Social de Derecho y la ética pública. Parece que obedecieran a unos códigos propios que desprecian la vida del pobre, el campesino, el indígena, el afrodescendiente, el joven y el homosexual, y que validan únicamente los intereses de un sector privilegiado de la sociedad, quienes, amparados en su carácter de “mano duro anticomunista”, no tienen ningún problema en sostener en el poder a personas que no tienen ética pública. Aunque este es un tema amplio, es necesario señalar que las acciones de un funcionario público deben estar orientadas hacia la satisfacción de la pluralidad de intereses de los miembros de la comunidad política. Cuando esto falla, la sociedad tiene derecho a controlar, censurar y sancionar las arbitrariedades y antivalores practicados por estas personas o grupos en el uso del poder público. La ética pública es un elemento fundamental para la creación y el sostenimiento de la confianza en las instituciones y un criterio esencial para propiciar la gestión pública en función de la conducta honesta, eficiente e integra de quienes asumen responsabilidades en calidad de servidores públicos. No obstante, estos hechos parecen mostrar que en Colombia asistimos a la erosión de la ética pública como consecuencia de la banalidad del mal encarnada recientemente por las figuras de Martínez y Botero. Hacia 1963, de acuerdo con reportajes del juicio a Eichman en Jerusalén y, a partir de inquietudes filosófico-políticas, Hannah Arendt escribió el libro titulado Eichmann en Jerusalén (2017). En éste concluye que Eichmann no era en sentido estricto un antisemita ni parecía una persona con alguna enfermedad mental. Al parecer, las decisiones que tomó se desarrollaron en el marco de una ambición por ascender en su carrera profesional, por lo que sus actos fueron un resultado del cumplimiento de órdenes de superiores. Dice Arendt (2017) que se trataba de un simple burócrata que cumplía órdenes sin reflexionar sobre sus consecuencias. De esta manera, es posible concluir que los funcionarios públicos en la era del gobierno Uribe – Duque no deben tener ética pública ni asumir responsabilidades por sus decisiones. Antes bien, deben actuar a partir de la razón instrumental que se deriva de la política de la muerte y el desprecio a la diferencia, la cual es orientada con soberbia por sus máximos dirigentes. Las respuestas vociferantes de Martínez y Botero, tal como lo hizo Eichmnan en los juicios de Jerusalén, según lo relata Arendt (2017), legitiman la estandarización de la muerte, evidencian que el daño moral, psicológico, político y cultural de las víctimas son parte de un modus operandi burocrático, y se constituyen en rutinas que deben ser llevadas a cabo por sus subalternos con obediencia, con el fin de alcanzar ascensos, beneficios y éxitos. Así como Adorno (1966) planteó en un famoso ensayo ¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?, estos hechos, los cuales evidencian la erosión de la ética pública tras la irrupción de la banalidad del mal en nuestro tiempo presente, también nos incitan a preguntar: ¿Cómo educar éticamente a los niños, las niñas y los jóvenes en la era de la política de la muerte y la glorificación a los perpetradores en el poder? Edición 639 – Semana del 15 al 21 de junio de 2019 | |||||||||||||
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