El valor estratificado de los muertos

 

Como en otras circunstancias de la vida, la tragedia no debería ser catalogada y clasificada otorgándosele recompensas económicas diferenciales para conocer autores y condenarlos; un Estado que se soporte en nociones de justicia y equidad tiene el deber de dar un trato igual hasta para con sus muertos.

 
Oscar Amaury Ardila G.
 
Abogado
 
 

El pasado martes tres de diciembre, sucedieron en Colombia dos hechos de violencia de los que comúnmente son reportados en el país, y que van siendo parte del paisaje nacional observado curiosa o críticamente por algunos e ignorado indolentemente por la mayoría. La acostumbrada noticia de conocer de la muerte de personas informaba de las últimas víctimas que públicamente se podían contabilizar en esta larga e interminable lista de asesinatos. El alcalde electo de Sutatausa y un líder social de San Vicente del Caguán sumaban para las estadísticas, la mortandad de ciudadanos que con defectos y virtudes lograron un reconocimiento público; para el caso en mención, de lo que solo sus comunidades podrían referirse, en tanto sus particularidades personales serían ajenas a cualquier consideración y valoración externa. Los dos, líderes natos que a pulso o por impulsos partidarios lograron una figuración en la escena de lo público, son de los mismos que caen diariamente por razones aparentemente desconocidas, para entrar a continuación, a ser parte de las investigaciones, proceso y archivos judiciales; principalmente para aquellos que no representan el interés de los poderes políticos y económicos del Estado.

De la misma forma como en otros momentos grises de esta historia nacional de muerte, las dos noticias aparecían acompañadas de las reacciones institucionales acostumbradas, resaltando unas y minimizando las otras tantas. La diferencia en este doble funeral, así como en todos los aspectos del desenvolvimiento del tipo de sociedad en que vivimos, estaba marcada por el precio a una información… “que permita la captura de los autores materiales del crimen” o “pudiera dar con el paradero de los autores…”. En uno de los casos, entre la Gobernación y la policía ofrecieron $50.000.000 (cincuenta millones de pesos) para el esclarecimiento de los hechos, mientras la otra noticia solo registraba secundariamente el suceso. Aunque desaparecidos físicamente estas dos personas, para efectos de la reivindicación constitucional de los principios políticos y derechos fundamentales, podríamos resaltar pos mortem contenidos de la carta en su favor: “… el respeto de la dignidad humana…”, “…iguales ante la ley… misma (protección) y trato de las autoridades… mismos derechos… sin ninguna discriminación…”. Una Republica que postula en nombre del pueblo justicia e igualdad, no debería permitir las diferencias hasta en los ataúdes; siendo estas dos situaciones humanamente dolorosas, principalmente para sus allegados, todos los asesinados deberían tener el mismo reconocimiento social, más que un valor personalizado en recompensas.

Esta fue solo una coincidencia temporal de los dos penúltimos finados, ya que es muy posible que para cuando alguien lea este artículo, haya nuevos nombres de la victimización ciudadana. Igual como lo ocurrido con anterioridad a estos hechos, solo son noticias en la franja judicial el registro de hombres y mujeres acribillados de los distintos sectores, sin mayores y afanados ofrecimientos monetarios para la respectiva investigación. Percibido desde la óptica institucional, para ellos los líderes campesinos, indígenas, negros, estudiantes (Dylan), exguerrilleros y todos los asesinados que hacen parte de los sectores sociales, no tienen mayor valor. Especialmente los que con sus vidas han defendido territorios ancestrales de injerencias externas, interesadas en apropiarse de los bienes naturales; los que consecuentemente se han declarado en resistencia popular frente al avaro plan de implementar contaminantes megaproyectos transnacionales de explotación.

Es fácilmente demostrable que en la medida que los fallecidos estuvieron más cerca del poder y las instituciones, los pagos inmediatamente van creciendo a elevadas sumas, con la participación de dineros públicos y privados. Los demás casos, los que no son de interés del establecimiento no solamente quedan sin esa prelación, sino que están sentenciados a la inexorable impunidad. Pero por supuesto que a los de abajo, a los del pueblo, a los de a pie, vistos desde una concepción altruista, digna y anti-sistémica, se les debe dar el precio que se merecen. Está claro que su valía se constituye fundamentalmente en el espíritu de colaboración y solidaridad para con su causa social, en la entrega desinteresada a la colectividad que representaba y muy seguramente a la integridad y aplicación de principios éticos en sus procesos comunitarios.

Los dos nombres de los trágicos hechos del martes que pasaron a ser conocidos por noticia nacional eran dos líderes naturales, dos seres humanos con los mismos derechos y deberes, con expectativas y sueños, con aciertos y errores, con bienestar y con problemas. La diferencia y la desigualdad entre ellos como la de los demás individuos en este tipo de sociedades, está determinada por su estrato, su posición “social”, por “dignidades” institucionales, por la adoración a pseudo-dioses encarnados, por la idolatría a regímenes clasistas. Aunque no se tenga el  conocimiento preciso de los perfiles humanos de estas dos personas, podríamos arriesgarnos a otorgarles el beneficio de la confianza y la buena fe, en su propósito de hacer el bien y aportar a la construcción de un mejor país; y en esa posible línea de haber tenido un comportamiento social ejemplar, también es válido conjeturar que ellos hubieran coincidido en rechazar custodios personales de unidades de protección, objetar privilegiados beneficios institucionales, y menos aún, aprobar la diferencia del pago de una recompensa por información de uno de sus verdugos. Todo porque con su desaparición física no podrían terminar con sus leales convicciones y sus justas causas sociales.

Como en otras circunstancias de la vida, la tragedia no debería ser catalogada y clasificada otorgándosele recompensas económicas diferenciales para conocer autores y condenarlos; un Estado que se soporte en nociones de justicia y equidad tiene el deber de dar un trato igual hasta para con sus muertos.

Edición 664 – Semana del 7 al 13 de diciembre de 2019
   
 
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