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Carta a un amigo |
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Cómo no recordarte con especial aprecio y cariño, Efraín, si en el rebrujo encontré un librito que también me regalaste: “Nicaragua tan violentamente dulce” y “Las mazurquitas” de Salvador Godoy, todavía las canto. Me las dejaste en un casete rojinegro-sandinista, un día en que por primera vez vi tus pupilas verde azules naufragar en un asomo de rabia y lágrima ante la muerte de Álvaro Ulcué. |
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Efraín Jaramillo Jaramillo |
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Quien escribe esta carta es Jaime Quijano, un (para esa época, años 80) joven fotógrafo, quien me abordó para acompañarme en las visitas a las comunidades indígenas del Cauca. Eran tiempos difíciles para los indígenas en sus luchas por la recuperación de sus tierras de resguardo. Posteriormente fue acogido por el CRIC, para el cual trabajó denodadamente. No pasó mucho tiempo para que Jaime superara, a quien generosamente denomina su “maestro”. Su compromiso con estas luchas indígenas le acarreó un atentado en Popayán. Tuvo que exilarse. Le había perdido el rastro. Me emocionó mucho la forma como me recuerda. Hacía por lo menos 20 años, desde la última vez que nos vimos en Bogotá… Hoy comparto con mucho orgullo y emoción este texto con mis amigos en el Semanario (Efraín Jaramillo). Querido y recordado Efraín… Hasta hace poco acostumbraba a entretener los primeros días del año nuevo espiando su futuro comportamiento como lo hacen los indios con las cabañuelas para intuir sobre los días venturos. Como sé que queda más trecho atrás que adelante, ahora sopeso las cabañuelas en retrospectiva, me devuelvo en busca de los pasos andados y las huellas de mí mismo, rebrujo mis adentros y sus sedimentos, a la vez, entre la doble corriente del tiempo, despejo complejas ecuaciones o incógnitas vivenciales y en su trasfondo encuentro que hasta el pasado termina siendo imprevisible. Acostumbro también a rebrujar mis cajones y guardadizos, fotos, cartas, postales, casetes y “maricaditas” resistentes a la obsolescencia, que aún conservo y cuido como el avaro aquel que por las noches contaba sus pepitas que creía de oro. Muchas han sucumbido, otras siguen conmigo, miro esos objetos y pareciera que sonríen desde su fatigada tolerancia al ataque del tiempo y de los hongos; también sonrío ante su compañía y lealtad a pesar de los bandazos de mudanzas, de trastoques y arrumes del pasado. Con ellos surgen imágenes disecadas en forma de recuerdos, coloridas unas, opacas o difusas otras y aun así persisten, solubles en mi vida. En esas perspectivas del pasado te encuentro en una foto que dejaste olvidada en un libro que creo, hasta hoy, andas buscando: “Los días de la selva de Mario Payeras”. “…Léelo y guárdamelo, …es el único guerrillero que ha podido enlazar la lucha armada con la literatura…”..algo así, me dijiste. Poco después Jaime Bronstein, me lo pidió prestado a principios de diciembre del 84, un mes antes de que las balas lo sorprendieran en el restaurante “El paisa” un día lerdo y malacaroso de enero del 85. Se cumplieron 37 años. En aquellos años, a pesar de los compañeros que habían muerto, si mal no recuerdo, para nosotros ni la muerte, ni el miedo existían, eran un brumoso y lejano susurro, una baja posibilidad de que su vuelo nos rondara. Diez años después, sus hijas, Ingrid, Janette y Caty me ubicaron para que los acompañara a la exhumación de su cadáver. Diego, su hijo, no pudo estar, atravesaba por un asunto delicado en Canadá. Asistí a ese ritual y recuerdo la soledad insondable de la que surgen los cadáveres. Su ropa manchada por el baho de la tierra, hecha girones como una bandera derrotada. A penas si, unos barruntos de sus músculos y restos de cartílagos. Los orbiculares que guardaron sus ojos eran agujeros negros sobre los que superpuse por instantes la imagen de sus ojos amielados y su mirada tranquila. Estuve menos triste en su entierro que en su desentierro y acompañe las lágrimas de sus hijas con las mías y mis abrazos de consuelo fueron un símbolo de que en las tumbas no existe ni una mínima esperanza, ni que Dios existe y que ni el recuerdo de los seres queridos signifique que el paso por la vida sea un triunfo sobre algo, al fin y al cabo “…. la historia, toda, es un inmenso cementerio...”. No recuerdo cuantas semanas o meses después su compañera me llamó para entregarme un escrito a máquina, titulado “El león de Paramillo”, para que lo leyera y lo puliera en la idea de publicarlo algún día, manuscritos que Diego, su hijo, retomó para una novela suya de la cual te envío el primer capítulo de 5 que escribió; no he vuelto a saber qué fin tuvo la publicación en tanto perdí el contacto, con sus hijas porque fueron amparadas por el estado de Israel donde viven hace más de 20 años y con Diego, quién por convicción política se negó al amparo de la bandera sionista y se esfumó en la geografía brasileña. El escrito vino acompañado de documentos en fotocopias y recuerditos huérfanos como los originales de sus columnas “Faenas del Campo” que publicaba en “El Liberal” y que seguramente incitaron aún más las manos asesinas y varios libros y entre ellos volvió a mis manos “Los días de la selva...”. Lo puse entre mis guardadizos tan bien guardado, que lo olvidé todos estos años y hasta ahora lo reencuentro entre el rebrujo. Anoche terminé de releerlo y me llama la atención la premonición; Jaime, dejó un doble sub-rayado a lápiz o resaltando un subrayado tuyo en la página 62: “…aquel sentimiento fue motivo para que esa vez hiciéramos algunas reflexiones en colectivo acerca del llamado destino. Éramos materialistas y, como tales, sabíamos que la muerte es una forma dialéctica del azar, y nadie puede presentirla, aunque sí preverla científicamente, dentro del cálculo lógico de probabilidades de la guerra...” Además del libro aparecieron cosas tuyas: una fotocopia que no resistió el confinamiento entre los anaqueles: Carta del mono Ángel a Luis Guillermo Vasco, de la cual solo prevalecen las imágenes fantasmas de algunos párrafos. A propósito, Vasco en los límites del Alzheimer se volvió defensor del CRIC, según una entrevista que leí hace poco. También emergió del olvido el primer borrador de la solicitud de financiamiento de vivienda en los asentamientos para el Grupo Ecológico del Cauca, hecha a HEKS de Suiza por intermedio de Juerg Kanzig. Tú sin saberlo pusiste un punto de inflexión en mi vida. Hoy considero a Juerg y a su familia como incondicionales amigos, dado que, en el 90, a raíz del atentado en el parque Mosquera viajé a Italia y por invitación suya a Zurich y viví en su casa más de seis meses, lapso en el que nació su primer hijo, les sugerí un nombre latino, Diego, como el hijo de Jaime. Fui algo así como su “nana” o cuidador en sus primeros meses: Cumplirá 33 años en mayo y me recuerda como su segundo padre, hoy es un notable economista en Londres y NY. A su familia la visité hace tres años, están dedicados al arte, María Braguer su esposa, es guitarrista y Juerg dedica su tiempo a las artes plásticas y armar monumentos engranando containners y desechos metalmecánicos en varias plazas de Europa, a la vez, es un activista contra el cambio climático. Me reencuentro contigo releyendo el inicio del libreto “La otra cara de la Salvajina” escrito con tu particular letra minúscula, fina, afilada y legible como un destello entre una gota de agua. El proceso de Salvajina, sin proponértelo, fuiste mi guía, me formaste entre muchos otros temas, con una visión más amplia del ambientalismo sacándome de las concepciones conservacionistas de los ecólogos de mochila. Actualmente, porque los procesos son circulares, la Salvajina recobra su importancia. Fuimos profetas, aunque de apocalípticos nos tildaban. Bien lo dijimos: la descomposición de esa biomasa que no extrajeron, más la erosión tendría su impacto. Hoy la represa solo mantiene un 36% de su capacidad útil de almacenaje no genera ni el 16% de lo que propusieron (240.000 KWA). La cola del embalse es un enorme barrial que impide la movilidad de indígenas y campesinos de Honduras, Agua Negra, La Bodega y Chimborazo, pero la zacarocracia del Valle sigue siendo la gran beneficiada. Como “vaca ladrona no olvida el portillo”, desde hace un año con Pastor Vargas y por invitación de algunos líderes afrocolombianos volvimos al tema. Hay una sentencia de la corte desde hace 30 años a favor de los damnificados por la represa y hasta ahora no la han cumplido. La dinámica comunitaria en la zona ha cambiado viejo Efra, además de la represa, han sufrido la segunda inundación, esta vez los inunda el afropesimismo y la politiquería ramplona que se disputa votos entre los negros y los indígenas. Quién lo creyera; en el mismo rebrujo, aparecieron recortes de periódico de Unidad Indígena, recuerdo que, en las noches, entre bultos de papa y panela en el Cadillal, tus ingentes esfuerzos lograron que se mantuviera en circulación. Alguna vez asistí a una irónica cita: me mandaron creo que fue a Manizales a una imprenta y en la misma rotativa que se imprimía Unidad Indígena se imprimía un periódico de las Fuerzas Armadas. El tesoro escondido lo complementa algunas revistas de “Alternativa” y entre ellas mostró su portada verde oscura “...Los agentes de Xibalba...” en la que por solicitud tuya le metí la mano al montaje y que publicaste bajo el seudónimo de Evangelino Ñuscue, nombre que no sé en cuál páramo o resguardo te lo encontraste. Volví a leerlo y recordar la situación de los indígenas de Guatemala. Coincidencialmente lo dedicaste, entre otros compañeros, al padre de Rigoberta Menchú, Don Vicente Menchú, a Álvaro Ulcué, a Moncho y a Jaime Bronstein, sin saber que él guardaba tu libro “... Los días de la Selva” hasta después de muerto. Debes invocar su recuerdo y agradecerle. Cómo no recordarte con especial aprecio y cariño, Efraín, si en el rebrujo encontré un librito que también me regalaste: “Nicaragua tan violentamente dulce” y “Las mazurquitas” de Salvador Godoy, todavía las canto. Me las dejaste en un casete rojinegro-sandinista, un día en que por primera vez vi tus pupilas verde azules naufragar en un asomo de rabia y lágrima ante la muerte de Álvaro Ulcué. Recuerdo que tu o alguien me dieron una filmadora pequeña para registrar el entierro, registro que junto con las fotos que entregué al CRIC se esfumaron, solo conservo algunas en blanco y negro. Traigo a mi memoria tu semblante mientras intentabas escribir: “… Hemos de volver como si aquí estuvieras, hermano, sabed que vuestro fruto germinará en la tierra…”, poco duró el mensaje. Guardé la hojita en la que lo escribiste, con una foto que tomé en el sitio. Indagué por ellas a mis cajones y mis guardadizos pero no dieron cuenta de él. Se las tragó el silencio o el olvido. En otra ocasión, una de las pocas veces que nos hemos encontrado, volví a ver tus ojos con el azul verdoso entristecido cuando me contaste en Bogotá cómo había muerto Kimi Pernia Domicó. Si mal no estoy, ese mismo año, supe que te habían declarado objetivo militar, junto a Alfredo Molano y otros. Además de los recuerdos expresados por objetos, mi ser guarda con asombrosa nitidez, gracias a mi memoria de fotógrafo, instantes vividos. Una madrugada, nos encontramos un poco más allá de la Y, que demarca la vía a Pitayó y al páramo de Moras. Yo iba en moto, desempeñando el revolucionario papel de “campanero” con el hermano de Lucho Calderón. Era un grupo de seis ilusos jugando a la guerra, transportando en un desvencijado automóvil unos fierros viejos, que no disparaban, pero que hacían bulla. Íbamos al preparativo de una escuela con el Quintín Lame, PRT y tal vez alguien de Patria Libre o del M-19. El desvencijado de color oscuro hacía gala de un sonsonete metálico de balines oxidados y amortiguadores fatigados y se varó en plena vía, en pleno frío del páramo. Traté de esconder la moto al pie de un peñasco y encontrar en donde deshacernos de la carga y como milagro, supe después que apareciste tu. Venías en un Toyota rojo en sentido contrario, no con mucha seguridad supe que venías con Moncho, Fernando Correal del grupo ecológico y otro. Se vieron obligados a descompartimentar y a transbordar el botín. Yo no podía dejarme ver, en tanto supuestamente tenia puesta la camiseta del CRIC y en ese tiempo entre los grupos se deslizaban perspicacias políticas, celos, tendencias, fidelidades, doctrinas. Una vez apareció el Toyota rojo que alcance a ver con el reflejo de las farolas, saque la moto del peñasco y cagados de la risa con Carlos nos descolgamos hacia Silvia. Tiempo después, me encontré con Moncho y con una dosis de sarcasmo me pampeó el hombro diciéndome: “con que PERRITO ¿no?...” haciendo alusión al PRT. Me volví a cagar de la risa. Hoy Carlos Calderón, es un alfil de Angelino Garzón y de carambola del Uribismo y pasea derrochando marcas entre los politiqueros del Valle con Dilian Francisca y compañía y a la vez juega en el bando de John Jairo Cárdenas; son jugadores que manejan la ideología itinerante, según la cancha y son polifuncionales como Cuadrado, quién juega por la izquierda, pero patea con la derecha. Hace unos meses visité a Álvaro Tombé, en el Chiman en su nueva casa, cercada de guarangos, eucaliptus y lecheros. Te recuerda y te aprecia. Ese día estrenaba tractor, oficio al que lo impulsó Álvaro Bocanument. Guarda cierto rencorcito a algunos dirigentes del CRIC; según me dijo, lo fueron marginando por ser guambiano. Me contó que algo parecido pasó con el centro educativo “Luis Ángel Monrroy” en Pueblo Nuevo, al que le cambiaron el nombre hace unos años, porque Moncho era afro y no representaba a los indígenas. Como te he seguido en el Colectivo de Trabajo Jenzera, creo que tienes razón al usar el término “esencialismos étnicos”, esencialismos que ojalá se expresaran en los vaivenes electorales. Han cambiado muchas cosas, no sé si en el CRIC o en el movimiento indígena. En este lapso preelectoral se desbocan los intereses, la unidad se cuartea; no sé si por el Covid-19, hay merma del olfato político y del sentido común y esta carencia no se soluciona con un celular inteligente, máxime si hay el riesgo de quedarse sin datos o sin batería. Los de la Asociación de Cabildos que lleva el nombre de Genaro Sánchez, alias “paso lento” quien se oponía a participar en elecciones y de quién tú decías que “para morirse de repente necesitaba dos semanas”, es como la más coherente en sus apuestas; alguna vez le oí decir en un discurso a Genaro, algo muy sabio, propio de época preelectoral: “...Compañeros, la cuestión es que en esta época todos plantean soluciones y estas terminan siendo la causa principal de los problemas…”. Volviendo al rebrujo, me instalo en esos recuerdos y te hago ser, quien fuiste y el presente desaparece por instantes. Me transporto y cierro los ojos para recordar mejor. Son los años, Efra, que no vienen solos. Afortunadamente en mi caso, siento que me acuñan, abrazan, vigilan y en su acumulación, me escoltan y acompañan con sol o con llovizna. La ironía y el engaño se juntan para hacerme creer que, a su paso, me levanto siendo el mismo, pero qué va...; hacen mella y el espejo me indica qué parte de las líneas se han borrado, aunque el juego de la genética intente conservarlas en alguna facción de mi cara. Mi calvicie progresa, pero me consuela saber que uno se pela por lo que mas usa. Para mantener los recuerdos, en mis ratos de ocio, además de mamarle gallo a la vida, cultivar la pequeña huerta, leer y a veces escribir cosas que solo yo leo, los dedico a un juego que un par de vagos (Chaturanga y Brahmán), según dicen, lo idearon en la India como pasatiempo para el Raja Balhait y diseñaron su intrincado esquema inspirados en las guerras de la época. Años después lo adoptaron los griegos (dicen que alguien vio a Aristóteles jugando ajedrez en una camioneta con Platón). Este Platón, inventó el platón, utensilio que llegó a manos de Poncio quien lo utilizó para lavarse las manos, actitud que se esparció por el mundo, cual pandemia, haciendo que muchos se laven las manos sin explicar el por qué las tienen sucias. Los griegos reemplazaron los elefantes iniciales del ajedrez de la India por alfiles y le moldearon las torres a su antojo, se lo enseñaron a los árabes quienes lo llevaron a España, en donde por influencia de la iglesia disfrazaron el rey empenachándolo con una cruz. En la edad media en plena inquisición trataron de quitarle poder a las Damas, puntualmente a la dama negra. La burguesía le dio prelación a los peones, a los plebeyos porque los necesitaban como mensajeros, herreros o mandaderos. Es como el juego de la vida en el que uno aprende más de las partidas perdidas que de las ganadas, en un ámbito en el que compiten o “se odian dos colores en negras noches o en blancos días” como escribió Borges. En sí, es mi placebo para engañar mi tiempo, pues empiezo a ser consciente de la brevedad de los días, me sirve también para sobreponer con osadía el pensamiento lógico sobre la lenta evasión de la memoria, la que a veces me falla y no quiero olvidarme de lo ya vivido. He tallado las piezas de madera con mis manos, señaladas especialmente porque mi principal contrincante es un vecino ciego. Me sorprende ese goteo de alegría y lentitud entre jugada y jugada, ese sin afán para vivir. He aprendido a hermanar sus reacciones. Creía que su lentitud era por los ingentes y complicados esfuerzos para buscar entre las sombras de su cerebro un rayo de luz, y es porque en su prodigiosa memoria acumula el rastro de las jugadas y en forma fantástica sabe la posición de las piezas. Me dice: “avanza el peón rey una casilla más… ubica mi alfil en la casilla D5…”. Cuando lo sorprendo con una jugada inesperada me dice: “…esa no la olí…”. Juega a tientas, ve sin los ojos y resuelve situaciones como si las viera. Intenta corroborar la jugada entreabriendo las rendijas lacrimosas de sus párpados y mostrando sus pupilas apagadas, sonríe con una sospecha íntima de triunfo y esa sonrisa, mientras me conmociona, me alimenta y me nutre. Le he dado otro significado al juego y quiero que participes en él. Tiene treinta y dos piezas que simulan el juego de la vida. Cada pieza estará dedicada a quienes han jugado conmigo una partida, con quien me he cruzado y han dejado en mí, su traza, sus señas y su eco, como tú. Te asignaré una de ellas la que llevará tus iniciales. Cada vez que la mueva sabré que seguimos jugando, que estás, que seguís siendo. No sé cuál asignarte. Puede ser una torre de cabezal homérico, o un caballo que con su dignidad equina, intacta y alevosa, dispute el espacio medular de la partida. Tal vez te representaré con uno de los alfiles de rey o de reina, empinados misiles que prefieren las diagonales de la vida, transversales como el amor. Uno de los reyes no iría contigo, son cobardes y huidizos, cómodos y protegidos. Tampoco una las encarnizadas reinas, totalitarias, sometedoras e ilimitadas en su poder. Tal vez sí, uno de los peones con su raigambre y su pelaje, su destino marcado, eternos y persistentes luchadores. En aras de la democracia participativa puedes escoger una pieza. Sé que sobrarán piezas; los años pasan y cada vez, quedamos solos o distantes. Sé que no cuento con treinta y dos personas cercanas o entrañables o treinta y dos amigos como tú. En mis rebrujos encontré agendas telefónicas escritas, cuando aún no nos invadía la memoria digital, muchos conocidos y escasos amigos. Una serie de números y nombres a quienes no sé cuántas veces llamé o escribí, de qué hablamos o de que reímos; mis respiraciones se contienen al leer el nombre de los que están muertos, la mayoría indígenas y campesinos, más compañeros que amigos, unos baleados, otros sorprendidos por un mal silencioso; no quiero borrarlos, que estén sus nombres allí y su recuerdo, entre el fondo de mi desmemoria. En el juego de la añoranza, algunos muertos tomarán la esencia de peones, alfiles, torres o caballos para que sigamos simulando el diario vivir, hasta cuando llegue la hora de sentirme como una pieza de ajedrez… jaqueado o fuera de juego. Con Álvaro Tombé, planeamos caerte de sorpresa, pero el Covid-19 se interpuso. Un día menos pensado me aparezco en Villa de Leyva, sé dónde encontrarte. Viven por allá otros amigos, como Joe Broderick en sus cuarteles de invierno, Catalina Hinchey, que se paseó por el mundo con el tema de hábitat de la ONU, Pedro Cortés, quién hoy es un reconocido activista urbano y La Salinas, de risa fácil, quien ojalá siga adobando tu vida. Mientras llega ese momento, un abrazo y si vienes por acá, que nos encontremos, en mi casita de campo…ojalá... ojalá... Jaime Quijano | |||||||||||||
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