La democracia real

 
 
 

El concepto de democracia ha tenido una increíble elasticidad que le permite adaptarse a las más diversas interpretaciones y acomodamientos teóricos, históricos y contemporáneos. Los más diversos matices ideológicos del espectro político, –desde la derecha más recalcitrante, retrógrada y fascista, hasta la “izquierda” más subversiva, radical o “mamerta”–, se reclaman seguidores y defensores de la democracia.

 
Julio César Carrión Castro
 
Universidad del Tolima
 
 

Electoralismo, encuestología, manipulación mediática, fraude y corrupción

“La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos”
Herbert Marcuse

“No hay socialismo sin democracia, ni democracia sin socialismo”
Rosa Luxemburgo

La teoría de la “democracia”, que parece ya desgastada por el uso y el abuso, a pesar del histórico manoseo de sus tesis y principios, tenemos que reconocerlo abiertamente, se mantiene vigente y actual. Esta versátil y proteica noción nos fue legada desde la antigua cultura griega. Tucídides en la Historia de la guerra del Peloponeso (acaecida entre el 431 y el 404 antes de nuestra era), en el apartado que recoge el discurso en loor de los muertos del año 431, le hace decir a Pericles:

“Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los vecinos; más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servimos de modelo para algunos. En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia; respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo.

Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de presenciar. Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir”. (Cfr. Tucídides. Guerra del Peloponeso. Libro VII Discurso fúnebre de Pericles.)

Platón, principalmente en su obra La República –año 370 a C–, enfatiza en la defensa de una forma de administración estatal que, mediante procesos pedagógicos logre que la gente se aparte de los extremos como la tiranía o la democracia. El método del diálogo, supuestamente establecido por Sócrates con otros filósofos, le sirve para mostrarnos en detalle las discusiones acerca de las diversas formas factibles de gobierno, como la timocracia o gobierno minoritario de los honorables propietarios y las clases superiores, la oligarquía –asimismo gobierno de unos pocos ricos y privilegiados–, la tiranía –gobierno despótico y violento, casi siempre de carácter unipersonal– y la democracia o gobierno de los sectores populares, que buscan la igualdad en la riqueza, llevando a la ambición y al desenfreno, con descuido de las demás virtudes, tanto intelectuales como morales. Dice Platón: “La democracia nace cuando los pobres, después de haber obtenido la victoria sobre los ricos, matan a unos, destierran a otros, y comparten con los que quedan el gobierno y los cargos públicos, distribución que por lo común suele echarse a la suerte en este sistema político”. Finalmente, Platón enfatiza y recomienda la aristocracia, o gobierno de los mejores que deben asimilar los aspectos positivos que tiene la democracia. La ciudad debería ser administrada por los aristócratas: aquellas personas destacadas moral e intelectualmente. Es decir, por los filósofos.

Posteriormente Aristóteles (384 – 322 a.C.) en su obra La Política, se ocuparía del asunto, describiendo sus pareceres respecto a temas como el Estado, el individuo, la familia, la economía, la justicia, la autoridad, la propiedad… asumiendo que la forma superior de gobierno es la República, regida por una constitución pura –democrática– en que se respeten las mayorías, superando las formas equivocadas o impuras de gobierno como son la monarquía, la aristocracia, la tiranía, la oligarquía y la demagogia.

En todo caso no podemos perder de vista que, tanto la “democracia” griega, como la romana, se establecieron sobre unas relaciones sociales y de producción de carácter misógino y esclavista, así como por el expansionismo militarista.

El concepto de democracia ha tenido una increíble elasticidad que le permite adaptarse a las más diversas interpretaciones y acomodamientos teóricos, históricos y contemporáneos. Los más diversos matices ideológicos del espectro político, –desde la derecha más recalcitrante, retrógrada y fascista, hasta la “izquierda” más subversiva, radical o “mamerta”–, se reclaman seguidores y defensores de la democracia.

Si bien es cierto las diversas concepciones de la democracia ocuparon el pensamiento de la cultura grecolatina, luego, durante cerca de dos mil años, bajo la dictadura espiritual de la Iglesia, estas teorías y reflexiones en torno del tema, desaparecieron. Hasta que, en el período del Renacimiento, el racionalismo y la Ilustración europeos, vuelven a surgir acorde con la aparición de nuevas formas económicas y organizacionales de la sociedad y los Estados, con obras como las de Nicolás Maquiavelo, Tomás Moro, John Locke, Thomas Hobbes, Juan Jacobo Rousseau y otros pensadores que retomaron y modificaron los ideales y las tesis de la democracia.

Juan Jacobo Rousseau, en su obra El contrato Social –1762– establece la validez de la democracia como forma ideal de gobierno y, aunque no la convalida para todos los Estados, sino únicamente para los pequeños –como Ginebra–, asume que cualquier decisión gubernamental, para ser legítima, debe sustentarse en la “voluntad general” de los ciudadanos. Nos presenta, entonces el sufragio y las elecciones como la forma más adecuada de expresar dicha “voluntad”. La voluntad general no puede entenderse como la voluntad de todos, no es una simple sumatoria de voluntades singulares o particulares, que servirían sólo para fortalecer los intereses privados, sino un transferir de esos intereses particulares, hacia el interés público, social, común, comunitario, que constituye la base fundamental de un “contrato social”, para un gobierno y una convivencialidad, precisamente democrática.

En Estados Unidos de Norteamérica, incluso antes de la revolución francesa, se presentaría la primera experiencia real de estas propuestas, que hoy conocemos como “liberales”, bajo el influjo de los llamados “Padres fundadores”, –que tanto admira y respeta nuestro ignaro subpresidente Iván Duque–. Experiencia que, luego, se extendería planetariamente como si se tratase de una opción única. Por supuesto esta “nueva” concepción de democracia –la democracia liberal– descansa en la supuesta validez del régimen capitalista, basado en la injusticia de la plusvalía que genera el trabajo asalariado y en el tráfico de mercancías.

Las experiencias de la independencia estadounidense y de la revolución francesa, es decir, las ideas, tesis y propuestas de los pensadores de la Ilustración francesa –Rousseau, Diderot, Voltaire y otros–, de la Declaración de independencia americana –Thomas Jefferson– de 1776 y de la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano del 26 de agosto de 1789, como legado fundamental de la Revolución francesa, ejercieron una gran influencia y fueron acogidos con alborozada esperanza, para los procesos independentistas en las nacientes naciones latinoamericanas y, particularmente, en Colombia.

Las ideas liberales de las luces fueron algo así como los insumos teoréticos básicos para la construcción de la llamada “democracia” en Colombia, que, cobijada con esa retórica democratera, seguiría dando continuidad y manteniendo, como en una especie de amalgamamiento o hibridación, las viejas tradiciones y costumbres, cuasi feudales, heredadas del régimen colonial-hacendatario, con sus encomenderos y gamonales, dueños y arrieros de grandes mesnadas de analfabetas peones, terrazgueros, esclavos y  clientelas, que continuarían movilizando a su antojo, aún después de la supuesta independencia.

Así las cosas, las ideas del voto o sufragio electoral, como forma y expresión de la “voluntad general”, no ha sido más que una farsa montada en el tinglado de una fantasiosa “democracia”, tan publicitada como aparente y fingida. No en vano el Maestro Antonio García Nossa afirmó:

“¿Qué trascendencia reviste el que se movilice la totalidad de un electorado inscrito en los registros de votación, si ese electorado no representa una capacidad de discernir entre rutas políticas y programas o no tiene la facultad política de ejercitar esa capacidad de discernimiento o no tiene ninguna de las dos cosas? ¿Habría alguna diferencia cualitativa entre una movilización que copase el 100% de los registros electorales o una que sólo llegase al 50%? ¿A dónde puede conducir la tesis de que la democracia es el gobierno asentado sobre una deleznable y arenosa mayoría electoral, en países aluvionales en donde los partidos de oposición están en minoría y los partidos de gobierno conquistan y retienen las mayorías por medio de una estrategia combinada de fraude, violencia y corrupción? He dicho que no hay mayorías o minorías, sino que los partidos están en mayoría o minoría: es la estricta diferencia entre ser y estar, entre la naturaleza estable y la condición puramente circunstancial. De allí el carácter enteramente artificial y movedizo de nuestros regímenes políticos, que se montan sobre la fuerza y movilizan aluviones de votos para darse títulos de legalidad y sin embargo no pueden crear un orden de derecho, un sistema de legitimidad social política…” (Cfr. Antonio García Nossa, “Dialéctica de la democracia” Editorial El Ateneo, Buenos Aires Argentina. Segunda edición 1975 pág. 14)

La emergencia de las grandes masas de obreros y trabajadores, sus procesos de organización y ascenso revolucionario, llevarían a confrontar las propuestas liberales, sus falsas alternativas, meramente contractuales de libertad, igualdad, fraternidad y justicia, instaurando en el bagaje de la teoría de la democracia, particularmente después de la aparición del “Manifiesto Comunista” de Carlos Marx y Federico Engels, una nueva dimensión, un nuevo planteamiento acerca de “lo democrático” y de la participación popular y se empieza  a hablar de democracias populares, por oposición a la idea de una “democracia capitalista” que expresa una total  contradicción en los términos y propuestas que dice sustentar. Como lo analizara Herbert Marcuse en su obra El hombre unidimensional:

“El rasgo distintivo de la sociedad industrial avanzada es la sofocación efectiva de aquellas necesidades que requieren ser liberadas… mientras que sostiene y absuelve el poder destructivo y la función represiva de la sociedad opulenta. Aquí, los controles sociales exigen la abrumadora necesidad de producir y consumir el despilfarro; la necesidad de un trabajo embrutecedor cuando ha dejado de ser una verdadera necesidad; la necesidad de modos de descanso que alivian y prolongan ese embrutecimiento; la necesidad de mantener libertades engañosas tales como la libre competencia a precios políticos, una prensa libre que se autocensura, una elección libre entre marcas y gadgets.

Bajo el gobierno de una totalidad represiva la libertad se puede convertir en un poderoso instrumento de dominación. La amplitud de la selección abierta a un individuo no es factor decisivo para determinar el grado de libertad humana, pero si lo es lo que se puede escoger y lo que es escogido por el individuo. El criterio para la selección no puede nunca ser absoluto, pero tampoco es del todo relativo. La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios, no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación. Y la reproducción espontánea, por los individuos, de necesidades superimpuestas no establece la autonomía; sólo prueba la eficacia de los controles”. (Cfr. “El hombre unidimensional” Editorial Ariel. Barcelona 1981 Pág. 37-38)

Desde que se introdujeron las encuestas de opinión a las campañas electorales, los políticos están más preocupados por las estadísticas que por las ideologías.

De ser instrumentos confiables para la investigación y el análisis político, las encuestas electorales y los sondeos de opinión, pasaron a ser mecanismos expeditos para la manipulación del electorado, expresión publicitaria de falsos profetas y agoreros y artificio de legitimación de los gobiernos y de otros poderes más pequeños.

Las encuestas como medio tecnológico moderno, con sus pretensiones de neutralidad valorativa, constituyen, tanto para los actores políticos, como para los medios de comunicación, elementos fundamentales de sus actividades cotidianas; gozan de gran credibilidad y prestigio porque emplean la autoridad científica de la estadística para influir la opinión y el interés de voto de los ciudadanos. Por la misma confianza y certidumbre que se les otorga, pueden resultar abiertamente contrarias a la democracia, ya que quienes hacen uso de ellas, en lugar de diagnosticar simpatías o pronosticar posibles resultados, se dedican a orientar, direccionar y manipular a los electores.

Las distintas empresas electoreras han entendido que las encuestas influyen de una manera significativa la llamada opinión pública, por ello la principal estrategia de las campañas políticas, el mercadeo de los partidos y movimientos y la competencia electoral requieren, de la encuestología y de otras técnicas de marketing político, entendiendo que, en la actualidad, los poderes políticos se afirman, más que en las ideologías o en los programas, en una meticulosa organización técnica de los mecanismos de regulación y control, que hacen parecer “racional” cualquier exabrupto teórico, y que garantizan consensos coercitivos, merced a los hábitos de obediencia de una sociedad civil aletargada  históricamente, sometida al oportunismo manifiesto de los politiqueros, que siempre son fieles socios de “quien va a ganar”.

Las nuevas disposiciones que en materia electoral han sido impuestas a los colombianos, con sus “umbrales, cifras repartidoras y votos preferentes”, no solo excluyen de la actividad política a los pequeños grupos, a los sectores populares y a las expresiones de real oposición anticapitalista, sino que convierten en principal preocupación militante el cumplimiento de tales pautas y reglamentaciones, dejando de lado tesis, teorías, programas e ideologías, en pos de un buen reparto y de una buena alianza, así no existan afinidades conceptuales.

El entusiasmo por las encuestas, y por alcanzar el poder a toda costa, lo que sí puede garantizar es el triunfo de la mediocridad, nuevas formas de clientelismo electoral y la perpetuidad de esta falsa democracia.

Es ilusoria la pretensión de construir un “nuevo orden político democrático” sin impulsar una abierta confrontación al capitalismo. Alcanzar un capitalismo amable o democrático es imposible, mas a pesar de toda la manipulación mediática, de la miseria ética e intelectual y de la corrupción que rodea los llamados comicios electorales, se deben reconocer muchas de las conquistas alcanzadas por los ideales de la democracia –aún bajo el capitalismo.

Sin perder de vista la frustración y la crisis general de la democracia artificial, debemos acercarnos a una concepción orgánica, integral y socialista de la democracia. Como lo expresara Atilio Borón:

Una concepción integral y sustantiva de la democracia debe inexcusablemente colocar sobre la mesa de discusión el tema de la relación entre socialismo y democracia. Por el momento, es suficiente recordar las incisivas reflexiones de Rosa Luxemburgo sobre este tema, incluyendo su célebre formulación que planteaba que “no hay socialismo sin democracia, ni democracia sin socialismo”.

Edición 767 – Semana del 26 de febrero al 4 de marzo de 2022
   
 
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