El lentejismo: Reflexiones acerca de los “Intelectuales comprometidos”

 
 
 

Con que machacona insistencia William Ospina, en las publicitadas apariciones, en defensa del arriero Rodolfo Hernández, trata, retóricamente, de establecer que toda confrontación de ideas lleva implícita la “demonización” del contradictor, argucia intelectualoide con que pretende descalificar las tesis del oponente y presentarse como incomprendido o perseguido.

 
Julio César Carrión Castro
 
Universidad del Tolima
 
 

“Creo que todo artista, todo escritor, debe estar comprometido políticamente. O necesariamente lo está. Pero no con un gamonal, un presidente o un partido tal y como los conocemos en nuestras ‘crueles provincias’. Sino en un compromiso alto y persistente con la cultura y con la naturaleza…”
William Ospina.

“¿Dónde dejaste tu inteligencia? ¿Cómo quieres salir adelante sin astucia y simulación? ¡Sigue mi ejemplo! Cuanta fuerza de voluntad me ha costado aullar con los lobos”.
Mefisto - Klaus Mann

El travestismo ideológico

El reconocido escritor tolimense William Ospina –nacido en 1954, en la vereda Padua del municipio de Herveo– ha mostrado o evidenciado, en diversas oportunidades, cercanías con personajes cuestionados de la política nacional, y ha expresado confusas opiniones sobre el devenir cultural, político e intelectual que, por decir lo menos, riñen o entran en contradicción con sus populares y admirados planteamientos críticos, contenidos en muchas de sus obras.

Este poeta, novelista y ensayista, autor de textos de crítica política y social, como “¿Dónde está la franja amarilla?”, “Pa´que se acabe la vaina” y “La escuela de la noche”, en los cuales fija posiciones contundentes, claras, democráticas y alternativas, que bien pudiésemos denominar “de izquierda”, frente a la historiografía, la economía, la vida política, social y cultural, tratando de explicar de dónde provienen los diversos problemas que aquejan a Colombia. Precisamente en un muy socorrido aparte de La franja amarilla sentencia Ospina: “Cualquier colombiano lo sabe: aquí nada sirve a un propósito público. Aquí sólo existen intereses particulares. El colombiano sólo concibe las relaciones personales, sólo concibe su reducido interés personal o familiar, y a ese único fin subordina toda su actividad pública y privada”.

No obstante, quizá seducido por el recién aparecido lumpen-empresario, el elemental, patán, tosco, ordinario y dicharachero candidato de la derecha y la ultraderecha colombiana, Rodolfo Hernández, quien le ofreció que si llega a ser presidente le nombra ministro de Cultura. Y el escritor, paradójicamente, parece reducir todo su discurso a los meros intereses personales.

Indiscutiblemente se trata de una cobarde sumisión y entrega del “intelectual” ante quien cree representa el poder y una oportunidad para sus desempeños. Una sutil o velada aceptación de las normas establecidas que dice repudiar, pero tratando de preservar una ficticia imagen de independencia.

Como ya hace algún tiempo lo hemos dicho, este tema es el mismo que contempla la novela “Mefisto”, escrita en 1936 por Klaus Mann y de la película homónima de Istvan Szabo de 1981.

Mefisto se refiere a la carrera de un oportunista: “Klaus Mann vio en su cuñado, Gustaf Gründgens (esposo de Erika Mann, de quien se divorció en 1929) ese tipo de personalidad que venimos criticando. Se trataba de un individuo adaptable a las circunstancias y a las conveniencias, pues este excelente actor dramático, que llegó a representar maravillosamente a Mefistófeles, el personaje antagónico del Fausto de Goethe, y quien tuvo militancia activa en el movimiento socialista de la Alemania de la República de Weimar, con el ascenso del Nacional-socialismo se convertiría en un alto dignatario del Tercer Reich ya que colaboró en la persecución de sus antiguos camaradas y supo granjearse el cariño de los jerarcas. Se trata, obviamente, de esa especie de seducción que el poder ejerce sobre los intelectuales; de esa condición de minoría de edad a que se aplican muchos pensadores e intelectuales para garantizar supuestamente el libre desarrollo de sus actividades, siendo el oportunismo y el trepadorismo el sustrato de sus precarias “convicciones” ideológicas. Como lo anota el profesor Rubén Jaramillo Vélez: Desde sus orígenes en el Renacimiento... el saber aparece vinculado al poder... requiriendo constantemente renovación y readaptación”. (Cfr. Carrión C. Julio César “Pedagogía, política y otros delirios –Sombras de humo–”. U. del Tolima, Ibagué 2006 pág. 279).

Klaus Mann vio en el comediante el exponente y el símbolo “de un régimen totalmente comediante, profundamente ficticio e irreal”, precisamente queriendo establecer un poco de claridad respecto a este tema, de la servidumbre voluntaria de algunos personajes al manejo corrompido del Estado, considero pertinente desarrollar algunas reflexiones en torno al asunto de los intelectuales y su compromiso político.

La responsabilidad social de los intelectuales en el mundo de la política, y en particular en las épocas de crisis, consiste en entender y expresar el espíritu humano en su multiplicidad, contribuyendo desde la politeia (la política) y la paideia (la educación, la pedagogía) al despliegue de la pluralidad de las ideas y propuestas, contra todo sometimiento, obediencia, uniformismo y homogeneidad, para alcanzar, gracias a la autonomía intelectual y a la autenticidad, una mejor convivencia, porque, como lo apreciaba Sócrates, “la virtud existe y puede ser pensada y enseñada”.

Hannah Arendt, respecto a lo expresado por Platón en su diálogo “La apología de Sócrates” ha dicho: “el papel del intelectual –si es que podemos aplicarle esta palabra a Sócrates pues él todavía no pensaba en esos términos– no consiste en gobernar la ciudad, sino en ser su tábano; no decir a los ciudadanos una verdad filosófica o política, sino hacerlos más verdaderos”.

Este comportamiento tan tempranamente señalado, debería ser arquetipo del comportamiento ético de quienes se dediquen, como intelectuales, a la administración pública, al periodismo político, a la administración universitaria o a las labores educativas. No servir de amanuenses de unas élites, tan altaneras como ignorantes, que ven su hegemonía legitimada gracias a las peripecias de intelectuales fletados al poder, encargados de acomodarles tesis, discursos y zalamerías.

No se trata de reclamarle a los intelectuales particulares razones militantes, o conformidad con pretendidos paradigmas, queriendo atraparlos como loros y monos en sus jaulas. Estanislao Zuleta –al parecer tan apreciado y reconocido por William Ospina– precisó la responsabilidad social de los intelectuales en los siguientes términos: “El intelectual no tiene responsabilidad sino con el rigor de su pensamiento, con el rigor de su obra, con el desarrollo de su trabajo. Y los efectos sociales que esta obra tiene no proceden de sus procesos políticos conscientes”. Claro está que esta concepción no puede implicar un prurito de “neutralidad valorativa”, menos aún en un país como el nuestro, sumido en múltiples formas de corrupción, violencia y en las tinieblas de una democracia retórica y formal.

No es posible soslayar el “compromiso” de los pensadores. No se trata de la obligada adscripción a un bando o a un polo del conflicto, sino, del rigor intelectual, de la confrontación al nihilismo, de su necesario reconocimiento como hombres públicos, no ajenos a la comunidad. Si bien, como lo ha expresado Fernando Savater, hay quienes exigen un “mayor compromiso” a los intelectuales, lo que se debe reclamar es mayor intelectualidad a los comprometidos, no permitir que la simulación, la publicidad o las ambiciones personales, sustituyan la intervención consciente en la construcción de un nuevo orden. Los intelectuales, de alguna manera, son los constructores de la “opinión pública”, ojalá, dice Savater, no se quedaran en la estrechez periodística de esta acepción, y su ejercicio civil lo llevaran hasta “convertir la opinión pública en razón pública”; en sustento filosófico de la pluralidad. En nuestro medio social, por el contrario, tanto la politiquería tradicional, basada en la subordinación clientelista y en fatuas ortodoxias, como las nuevas tendencias tecnocráticas, cientistas e instrumentalizadoras, buscan la uniformidad acrítica de todos los ciudadanos, no su realización en la diversidad, ni el encuentro de las más variadas utopías.

Bástenos reiterar aquí la condición servil que, de manera casi generalizada, se ha impuesto sobre esa “intelectualidad” vinculada a los quehaceres políticos o académicos, quienes históricamente han hecho de la simulación, del rastacuerismo y del trepadorismo, elementos centrales de sus inconsistentes “convicciones ideológicas” y de sus pasajeros activismos, de sus acomodaticias militancias.

El travestismo ideológico o lentejismo –como popularmente se denomina este fenómeno en Colombia, en referencia quizás al canje que, por un plato de lentejas, hiciese el bíblico Esaú de las ventajas de su primogenitura en favor de Jacob, su hermano menor– no es exclusivo del bipartidismo tradicional, pues también intelectuales, literatos, académicos y “científicos”, ayer comprometidos con el vigor de las causas revolucionarias y de izquierda, hoy, marchitos e impotentes, ensayan desde el desencanto y la renunciación, pragmáticas posturas que les permitan allanar el camino hacia probables ministerios, asesorías, consejerías y asistencias a los sectores dominantes y reaccionarios, o absorbidos por una pudibunda mediocridad cotidiana, oculta tras la máscara de la actividad “intelectual”, la “investigación” o la “cátedra”, que presentan deliberadamente como asépticas e incontaminadas, convencidos, tal vez, de la publicitada “muerte de las ideologías”. Vale la pena señalar con que machacona insistencia William Ospina, en las publicitadas apariciones, en defensa del arriero Rodolfo Hernández, trata, retóricamente, de establecer que toda confrontación de ideas lleva implícita la “demonización” del contradictor, argucia intelectualoide con que pretende descalificar las tesis del oponente y presentarse como incomprendido o perseguido.

Es torpeza pseudointelectual el clamor por la superación de las diferencias, el alegato “explicatorio” sobre la similitud de todas las opciones políticas o el anhelar que la opinión ciudadana sea enteramente favorable a un único proyecto. Sobre este tipo de ilusiones campean las pretensiones retóricas y los fundamentalismos, incluido el fundamentalismo mefistofélico que hoy gobierna el mundo universitario y empresarial que, como lo denuncia Michel Foucault, esgrime una política “que desde el siglo XIX se obstina en ver en el inmenso territorio de la práctica, sólo la epifanía de una razón triunfante de la que no hay más que descifrar el destino histórico-trascendental de Occidente”. Estos consensos no se alcanzan sino bajo el imperio coactivo de las formas totalitarias de poder, las cuales suprimen tanto el debate y la discusión entre individuos, como los más auténticos sentimientos de solidaridad y de mutualidad, al inscribir a las masas humanas en el tranquilizante espacio de lo gregario; como acontece, por ejemplo, cuando se instaura los discursos de la “neutralidad”, de lo “indiferente” o de “lo científico” como regla universal de todas las prácticas, “sin tener en cuenta el hecho de que el mismo discurso científico es una práctica reglamentada y condicionada”; las más de las veces, bajo la supervisión y control de burocracias intelectuales, profesionales o “empresariales” que anónimamente se encargan de mantener la permanencia del statu quo.

Hannah Arendt (esta vez en su obra “Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal”) señala cómo toda esa maquinaria de exterminio nazi, que funcionó con increíble precisión tecnológica en Alemania, “tanto en los años de fácil victoria, como en los de previsible derrota”, fue planeada y perfeccionada en todos sus detalles, mucho antes de que los horrores de la segunda guerra mundial se hicieran presentes, por los asesores “intelectuales”, jurídicos y técnicos que, desde un supuesto ambiente de “neutralidad”, cooperaban estrechamente con el aparato militar y con el andamiaje propagandístico y publicitario, encargado de lograr la persuasión del conjunto de una sociedad civil aletargada que terminaría apoyando irrestrictamente todas las propuestas del Nacional-Socialismo, incluso la de la “solución final”, esto es el método expedito de suprimir por la violencia y por la muerte a todos sus contradictores. (A propósito de la complicidad que tuvieron los propios Consejos de las Comunidades Judías en la organización de la persecución y finalmente en el propio holocausto, nos explica Arendt que: “No cabe duda de que, sin la cooperación de las víctimas, hubiera sido poco menos que imposible que unos pocos miles de hombres, la mayoría de los cuales trabajaba en oficinas, liquidaran a muchos cientos de miles de individuos...” y agrega a manera de crítica a quienes afirman que esta pudo ser una táctica desesperada de sobrevivencia y de posible corrección y alinderamiento de esos torpes fascistas: “entregarse a los enemigos para ‘evitar algo peor’ no supone forma alguna de resistencia, sino una refinada estrategia para tranquilizar la conciencia y para no reconocer la implicación en las reglas de juego del enemigo”).

Cuando nos referimos a la refundación de la política, al reencantamiento de este quehacer, a un nuevo “Pacto histórico” y social, estamos manifestando la imperiosa necesidad de tender puentes sobre ese abismo abierto entre la filosofía y la política, por quienes han despojado a la política de la ética y de la teoría, en nombre de una supuesta seguridad garantizada por el autoritarismo, la certidumbre “racional” y cientista, o por el pragmatismo oportunista que, con el peregrino argumento de “no polarizar”, nos aleja de la libertad.

Es innegable que ante una realidad surcada por múltiples opciones y frente al necesario fracaso de quienes propenden por la homogenización del pensamiento humano, es tarea de los intelectuales comprometidos con una “política progresista” no guardar silencio, sino, además de ejercer la crítica a lo estatuido, articular sus prácticas, sus discursos y sus propias condiciones de existencia, al proyecto de la transformación general de la sociedad, superando, claro, el obvio temor por las repercusiones que el ejercicio de la autonomía intelectual le pueda acarrear –manes de Sócrates.

Se debe, incluso desde el ficcioso e imaginativo quehacer de los literatos, desde las aulas y las cátedras y desde los más diversos rincones del pensamiento, reconocer el pluralismo, la validez de los más variados imaginarios colectivos, de los conocimientos subyugados y, además, trabajar solidariamente y sin cobardía, por la convergencia de las diversas utopías que mueven al colectivo humano, sin caer en el narcisismo o la egolatría; más allá de las razones de Estado, de las imposiciones tecnocráticas, de la globalización cultural, de las verdades oficiales, pero también, más allá de las conveniencias, de las inmediateces y de los oportunismos personales.

Edición 781 – Semana del 11 al 17 de junio de 2022
   
 
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