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La validez de la utopía: |
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Herbert Marcuse en El fin de la utopía ha dicho: «Todas las fuerzas materiales e intelectuales necesarias para la realización de una sociedad libre están presentes. Y el hecho de que no se apliquen efectivamente a ello se debe exclusivamente a la movilización total de la sociedad existente contra su propia posibilidad de liberación». |
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Julio César Carrión Castro |
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¿Qué sería de nosotros sin la ayuda de lo que no existe? Orígenes de la utopía La idea de la utopía, y de lo utópico en general, como construcción imaginaria de un lugar perfecto, con un gobierno ideal, con unas relaciones sociales sin contradicciones antagónicas y en donde han sido eliminadas todas las formas de explotación y de opresión, es tan antigua como la misma humanidad. Las más arcaicas leyendas, las mitologías más primitivas y todas las religiones, establecieron, frente a la cotidiana amenaza del temor y la miseria, unos espacios ideales, unos lugares aparte, en donde se realizaría el reencuentro con el pasado armonioso y feliz de los tiempos originarios, de los comienzos ancestrales de toda comunidad. Esta especie de evocación nostálgica del «paraíso perdido», acompaña a casi todas las culturas del mundo. En los términos de Carl Gustav Jung, se trataría de un arquetipo que forma parte del inconsciente colectivo de la humanidad. Estas tesis de la supuesta reactualización de los orígenes prestigiosos de la sociedad están presentes en las más diversas comunidades y constituyen la base de toda esa mitología del «eterno retorno», como una idea constante que nos habla de la reconstrucción permanente del mundo. Son muchas las propuestas escatológicas y milenaristas que históricamente han expresado esos anhelos de retorno a un pasado feliz, o de búsqueda de un mejor porvenir. Como lo indicara Alfonso Reyes: «De tiempo en tiempo, los filósofos se divierten en esbozar los contornos de la apetecida ciudad perfecta, y esos esbozos se llaman utopías... nuestra esperanza está destrozada, y anda poco a poco juntando sus disjecti membra, para reconstruirse algún día». La literatura universal nos enseña múltiples descripciones de ese «paraíso perdido» y de esa «tierra prometida». Desde las viejas epopeyas como la de Gilgamesh, relato politeísta de la antigua Babilonia, pasando por la tradicional Biblia de la cultura monoteísta judeocristiana y otros textos tanto sagrados como profanos, de los antiguos pueblos, así como en obras más recientes y modernas, se encuentran ideas, expresiones y símbolos referidos a la renovación del mundo, a la reestructuración del tiempo y a la instauración de una Edad de oro. Hesíodo, en la antigua Grecia, hacia el siglo VIII a. de C., describe en su obra Los trabajos y los días, el mito de las edades en donde establece la supuesta existencia de una edad de oro en los comienzos de la humanidad, como una época en la cual «los grupos humanos vivían sobre la tierra libres de males y exentos del duro trabajo y las enfermedades amargas que acarrean la muerte». Esta raza humana entraría en decadencia y se extinguiría, dando paso a otras que la sucederían con menores ventajas y que constituirían las edades de plata, de bronce, el tiempo de los héroes y finalmente vendría la edad de hierro –que correspondería a la etapa de vida del poeta– y que se caracterizaba por ser una sociedad ya plagada de males, de delitos, de violencia y de necesidades, que estaría condenada colectiva e irremediablemente al sufrimiento. Presenta Hesíodo, tanto en Los trabajos y los días como en la Teogonía, –obra que también se le atribuye– la leyenda de Pandora, una terrible mujer enviada por los dioses para llenar de desdichas a los hombres y quien es la encargada de abrir la tapa de una jarra o caja que contenía los males, las desgracias, las penas, el trabajo, la fatiga, la amargura y la miseria, dejando tan sólo resguardada en el fondo de la vasija, la esperanza, como remota opción de corrección hacia el futuro. Esta leyenda de la edad de oro se reitera en toda la rica mitología, tanto helénica como latina y de ella han dado cuenta los escritores clásicos como Homero, Virgilio, Tácito y Ovidio y filósofos como Platón, Aristóteles, Cicerón y Séneca. De la «Atlántida» a la América Platón, en el siglo V antes de nuestra era, en sus Diálogos Timeo y Critias, así como en la República, establecería el mito de la «Atlántida», como un referente primordial e insoslayable de estos paraísos perdidos literarios. Según Platón la Atlántida sería un país fabuloso gobernado de manera irreprochable y habitado por unos seres especiales que «conservaron la naturaleza divina de que eran partícipes... Pero cuando la esencia divina se fue aminorando, por la mezcla continua con la naturaleza mortal; cuando la humanidad la superó en mucho, entonces, impotentes para soportar la prosperidad presente, degeneraron». A consecuencia de esta degeneración los dioses deciden castigarlos, para restituir la virtud y la sabiduría que les había caracterizado, entonces ocurre un cataclismo que sepulta la isla para siempre. La leyenda de la Atlántida tendría un enorme predicamento y reconocimiento público durante toda la Edad Media, tanto que la búsqueda de este prodigioso territorio, de este espejismo intelectual, provocaría mayor pasión de investigación y de exploración geográfica, que los intereses comerciales y mercantilistas de la naciente burguesía y sus proyectos de expansión imperial y las ansias del poder. Porque siempre la imaginación y los sueños anteceden a la acción y a las realizaciones. En los orígenes mismos del descubrimiento de América, está presente la leyenda de la Atlántida, y como se ha dicho: «El enigma de la Atlántida hizo más por la conquista que la política de los príncipes. El señuelo del oro no habría suscitado tan afanosa afluencia al Nuevo Mundo si no la hubiera superado otra fascinación más poderosa: la del misterio». El sueño de una isla de perfección y de abundancia ha existido desde siempre en la imaginación de los poetas y habría de acompañar, como una incomprensible obstinación, a aquellos navegantes que se aventuraban hacia el ignoto mar, hacia el Mar Tenebroso de los antiguos, en la perspectiva no solo de alcanzar la última Tule o el confín del mundo conocido, sino para explorar las posibilidades de estas tierras fabulosas. En la Edad Media nadie ponía en duda el relato platónico y ya con el descubrimiento de América se trató de encontrar el punto de fusión e identidad entre la historia real y la ficción. La Utopía de Tomás Moro aparece en 1516, es decir tan sólo veinticuatro años después de la hazaña de Colón y tres después de El Príncipe de Nicolás Maquiavelo. La obra de Maquiavelo inaugura el realismo político, es una nueva concepción e interpretación de la vida en sociedad, una reflexión moderna y científica sobre el poder. La antigüedad consideraba la vida pública como resultado, ya fuera del devenir natural, o como expresión de un plan divino que no se podía alterar, y Maquiavelo establece que el hombre mismo es el responsable y artífice de la historia. Para Maquiavelo todo príncipe tiene que basarse en la eficacia y en el pragmatismo, no responsabilizar a la fortuna, a los dioses o al destino de sus desaciertos; plantea que los gobernantes deben ser realistas, adaptándose a las circunstancias, superando sueños y quimeras y por esto exige total independencia del Estado con respecto de la religión, la moral y otros poderes. Partiendo de esta nueva apreciación de las relaciones políticas y sociales, con frialdad e indiferencia, sacrifica el individuo a favor del Estado y valora como positivo el uso de la fuerza, la violencia y el engaño, si ello beneficia la unidad y el orden políticos. De manera contrapuesta Tomás Moro sostendría en su Utopía la necesidad de fortalecer los sueños por alcanzar unas mejores relaciones sociales e introduce en el debate sobre la política, una nueva racionalidad sustentada en el humanismo optimista y no en la estrechez de la «razón de Estado». Moro, en el ocaso del feudalismo, en el período de génesis del modo burgués de producción, expone una reflexión teórica y crítica sobre la política y la vida social, que implica una dura confrontación a las bases del naciente capitalismo ya que se opone a la propiedad privada, al interés de lucro y en general a la explotación del hombre por el hombre como fundamento de la vida en sociedad. Expresa un nuevo humanismo, pues si bien reintroduce la perspectiva de una isla de perfección, como lo había planteado Platón en su Atlántida, en Utopía se gobierna bajo los postulados y criterios de la democracia y no de la aristocracia, como lo expone Platón. Asimismo, mientras Maquiavelo asume que el hombre es malo por naturaleza, Moro reivindica la bondad intrínseca del hombre. Maquiavelo desea un príncipe amoral, Moro reclama «el primado de la ética sobre la fuerza». La Utopía de Moro, bajo el impulso dado por el descubrimiento de América, reactualizaría la leyenda de la «edad dorada», de la existencia de un lugar maravilloso para la realización de la vida en comunidad. Entonces se abre, en esta etapa del Renacimiento, una nueva corriente de especulaciones, sueños y expresiones literarias que parecieran ver realizada la utopía en tierras americanas, y se difunden nuevos mitos como el de la «Utopía incaica», la tierra de las Amazonas, la «leyenda de El Dorado» y empieza a introducirse el mito del «buen salvaje», que habría de llegar a su más clara exposición en la obra de Juan Jacobo Rousseau, ya en el siglo XVIII. De Don Quijote a la Ilustración Miguel de Cervantes Saavedra en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, haría eco a todas estas disquisiciones, no solo en el discurso a los cabreros , en donde Don Quijote afirma: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quienes los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro (que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima) se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían, ignoraban estas dos palabras de `tuyo’ y `mío’. Eran en aquella edad todas las cosas comunes...». Toda la obra del Quijote está impregnada de utopismo. No en vano se ha dicho que Don Quijote es el retrato de un anhelo y que es la trágica silueta de una nueva concepción del mundo; porque a Don Quijote le acontece lo que a todos los utópicos, a todos aquellos que persiguen el ideal de la justicia social y el bien común: fracasan ante el despliegue de las fuerzas y de las circunstancias que afirman el statu quo. Don Quijote es el adalid de los idealistas que, una vez derrotados se convierten en las víctimas preferidas de los historiadores, a quienes sólo les interesan los triunfadores, los conquistadores, no los derrotados. Pero Don Quijote, el héroe de los vencidos, es la paradójica figura que inaugura la modernidad en Occidente. Como lo puntualizara Fernando Savater: «Nuestra modernidad nace bajo el signo de un héroe delirante y ridiculizado –Don Quijote– y va acumulando sarcasmos y recelos sobre el heroísmo hasta que poco a poco queda la convicción de su fracaso inevitable». Don Quijote, en su lucha contra el vulgar realismo, el pragmatismo cínico y el conformismo, despliega todo un universo simbólico e imaginario que le permite, precisamente, la elaboración de su utopía, de una utopía que mira hacia el interior del hombre, hacia su subjetividad. Estanislao Zuleta ha dicho que «Don Quijote sería un libro muy sencillo si nosotros pensáramos que no se trata más que de la confrontación simplista entre la locura y la razón, entre el sueño y la realidad». Todo el texto del Quijote es una significativa reiteración de que «el éxito –continúa Zuleta– no demuestra el valor o la verdad ni que tampoco la derrota es indicativa de la injusticia de una causa o de su mentira», Cervantes se propuso demostrarnos que es posible dar otro sentido y otra valoración a lo existente, a partir de un serio viraje hacia la subjetividad. Pero el rumbo de las utopías, como simples reflejos de lo subjetivo y como confrontación a una realidad inadmisible, sería modificado a partir del racionalismo y de la Ilustración, porque dejarían de ser ficticias, quiméricas e irrealizables y pasarían a ser probables, realizables, factibles, bajo la dictadura de la idea del «progreso», que sustituiría la del «eterno retorno» o la del «paraíso perdido». Ahora la meta estaría, indefectiblemente ligada a la construcción del mañana. El progreso como algo permanente, imparable, sin regresión ni retroceso, que se sustenta en el poder de la razón, y en especial de esa razón que alienta el desarrollo científico y tecnológico, sería la máxima expresión para la realización de la utopía que propondría la Ilustración. Ya la utopía no estaría más atada a la reactualización del pasado, como lo proponían las viejas concepciones, ni sería un lugar ni un tiempo imaginados e inalcanzables, sino un proyecto, una propuesta para la realización objetiva de la esperanza en el futuro. La mirada hacia atrás que hizo posible, por ejemplo, el Renacimiento, al proponerse reeditar el mundo clásico, ya no será. Esa concepción es superada por una nueva, determinista y revolucionaria, que apunta al porvenir. La utopía se convierte, entonces, en corrientes políticas –que a veces no son más que expresiones literarias– que buscan un mundo mejor, basado en la igualdad, la fraternidad y la justicia. Utopías y anti-utopías Antecedentes literarios, tratados políticos, descubrimientos y conquistas, colaborarían en la puesta en marcha de la tradición humanística y doctrinaria, de lo que hoy reconocemos como el utopismo que se multiplica en un gran número de corrientes, estilos y propuestas. En todo caso, el ambiente del humanismo y el Renacimiento fueron propicios para la profusión de este tipo de escritos. El empuje de todas estas ideas de renovación y cambio finalmente desembocaría en los procesos de la Reforma Protestante y de la Contrarreforma Católica, que marcarían la historia de Occidente. Moro inició la tradición literaria, teórica y práctica, de una visión política centrada en la crítica a la propiedad privada, la exaltación de la vida sencilla, el amor fraterno, la comunidad de bienes, la ausencia del delito y, en general en la perfectibilidad humana. Después de la Utopía se escribirían muchas otras obras entre las que queremos destacar La ciudad del sol, del dominico italiano Tomás Campanella, escrita en 1623; La nueva Atlántida, de Francisco Bacon, filósofo inglés fundador del empirismo y del moderno método científico. En esta obra, publicada en 1626, Bacon nos propone una «Utopía de la ciencia»; se trata de una isla en la que los conocimientos científicos garantizan el «progreso» y la felicidad en ese «mundo mejor» prefigurado ya en tantas utopías. En 1699 sería publicado el Telémaco de Fenelón, obra en la que ya se plantea el asunto del «buen salvaje». Pero no todas las utopías habrían de asentarse en el optimismo histórico y en la fe en el hombre puro y sencillo, o en el progreso, pues muchos otros autores señalarían las posibilidades del futuro desde el escepticismo y la negatividad; es así como muchas utopías pesimistas, o más precisamente anti-utopías, han venido poblando la literatura moderna, desde distintas épocas y latitudes. Podríamos enumerar, en primer lugar, La tempestad, una de las últimas obras de William Shakespeare, escrita en 1611, ya en su escéptica madurez, y cuya trama se desarrolla supuestamente en una isla mágica, en donde se presenta el choque entre el mundo civilizado y colonizador que representa el europeo Próspero y el mundo salvaje que se identifica con el deforme Calibán (quien ha sido asimilado como símbolo del hombre y la cultura americana, por el escritor cubano Roberto Fernández Retamar, en su libro Apuntes sobre la cultura en Nuestra América, de 1971). En 1638 el inglés Francis Godwin escribe El hombre en la luna, una especie de sátira con la que muy seguramente se inicia la llamada literatura de «ciencia-ficción», de enorme desarrollo durante los siglos subsiguientes. Jonathan Swift, en Los viajes de Gulliver (1726) pintó también de manera cáustica y siniestra una utopía llena de sorprendentes contrastes en donde las ideas de «progreso» y «civilización» quedan desacreditadas. Esta corriente literaria de las anti utopías que muestran un futuro desastroso para la humanidad, de continuar la línea de «prosperidad» impuesta por los desarrollos científicos y tecnológicos, y en general por la razón instrumental, tendría una gran expansión durante el siglo XX, en especial con autores como George Herbert Wells (1866 – 1946) quien escribió novelas de gran impacto y aceptación como La máquina del tiempo, El hombre invisible, La guerra de los mundos, Cuando el durmiente despierta, La isla de doctor Moreau, entre muchas otras; Aldous Huxley con Un mundo feliz y George Orwell con La rebelión en la granja y 1984, obra ésta de un enorme contenido crítico, tanto a la sórdida proyección de un mundo manipulado por los intereses del capitalismo tardío, como al propio colectivismo stalinista que pesaba sobre las sociedades del denominado «socialismo real». Utopías literarias y utopías políticas No se trata solamente de las utopías y de las anti-utopías de carácter literario, porque también en el campo de las ideologías y de las realizaciones políticas persiste el viejo sueño de la «Atlántida» o de «Un mundo feliz», que trata de cobrar vida orgánica y estructurada: También las más variadas opciones socialistas y libertarias, se han nutrido de la utopía. Si bien las ideas socialistas, como proyecto político, se pueden rastrear desde la antigüedad, éstas solamente adquieren fuerza ideológica a partir del siglo XVI, en los orígenes del modo burgués de producción, cuando se van estableciendo, con alguna claridad, las nuevas estructuras y mentalidades de las clases sociales, en las prédicas reformistas contra la usura, a favor de la igualdad social, en pro de los humildes y menesterosos, por la comunidad de bienes y en contra de la propiedad privada que impulsaban, ya desde los comienzos del capitalismo, las crecientes masas proletarizadas de campesinos y artesanos desplazados por las nuevas formas de producción y explotación. Estas primeras expresiones se preocupaban más por señalar la inmoralidad de la opresión que por indagar sobre sus reales causas. Por ello mismo se trata de un socialismo impreciso, retórico, cristianoide, que convocaba más a la generosidad y caridad de los propietarios frente a los desposeídos que a la toma de conciencia, a la insurrección o a la lucha de clases. En todo caso se va provocando la introducción del tema de lo social en la teoría política, contra la miseria, la opresión indiscriminada (incluidos aquellos procesos productivos basados en la sobreexplotación de mujeres y niños), el hacinamiento, la carencia de higiene y de seguridad social, y otros aspectos denunciados, por ejemplo, por Lutero en Alemania, por los Niveladores en Inglaterra y por Babeuf y los Iguales durante la Revolución Francesa. Partiendo de la supuesta bondad natural del hombre y de sus infinitas posibilidades de perfectibilidad, los socialistas utópicos elaborarían sus teorías y emprenderían sus múltiples acciones, especialmente en Europa, entre los siglos XVIII y XIX. Vale recordar los nombres del Conde de Saint Simon (1760 – 1825), Charles Fourier (1772 – 1837), ambos franceses y Robert Owen (1771 – 1858) de Inglaterra. Todos ellos valorados y criticados por Federico Engels en su obra Del socialismo utópico al socialismo científico (1880), donde afirma: «Rasgo común de los tres es el no actuar como representantes de los intereses del proletariado, que entretanto había surgido como un producto de la propia historia». Es decir, los socialistas utópicos seguían expresando sus teorías y desarrollando sus actividades, de una manera incipiente, sin comprender aún las fuerzas reales que se mueven en los procesos histórico-sociales. El socialismo para ellos, según Federico Engels, era «la expresión de la verdad absoluta, de la razón y de la justicia, y basta con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el mundo». En resumen, para Marx y Engels, los socialistas utópicos no estaban situados en el terreno de la realidad. Quizá una de las principales características que comparten todos ellos sea el rechazo a la vía revolucionaria y la prédica de la reconciliación y la filantropía, es decir, la búsqueda de la colaboración y la armonía interclasista, sin llegar a entender la lucha de clases. Socialismo y utopía Es innegable que en el camino del socialismo no sólo hay huellas de todo el anterior utopismo, sino de la religión cristiana. El propio marxismo plantea establecer las condiciones materiales para la realización de los ideales del cielo en la tierra, es decir, para el paso de la teología a la historia. Pero Marx se propone alcanzar el socialismo como «la autoconciencia positiva del hombre», sin necesidad de la religión. Marx señaló: «La superación de la religión como la dicha ilusoria del pueblo es la exigencia de su dicha real. Exigir sobreponer a las ilusiones acerca de un estado de cosas vale tanto como exigir que se abandone un estado de cosas que necesita de ilusiones. La crítica de la religión es, por tanto, en germen, la crítica del valle de lágrimas que la religión rodea de un halo de santidad». Y concluye: «La crítica del cielo se transforma en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política». Marx estudia el hombre y la historia partiendo del hombre real, sujeto de condiciones económicas y sociales particulares y específicas, no lo interpreta siguiendo abstracciones o especulaciones: «Totalmente al contrario de lo que ocurre en la filosofía alemana, que desciende del cielo sobre la tierra, aquí se asciende de la tierra al cielo. Es decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida». (La ideología alemana). Así, la historia deja de ser para Marx el resultado de la intervención divina, para convertirse en un proceso de autorrealización humana. A pesar de las pretensiones «científicas» del marxismo, y particularmente de esa pesada estructura burocrática y estatista en que lo convirtió el stalinismo, el marxismo hoy tiene plena validez, no tanto por el pretendido determinismo o inevitabilidad histórica de sus tesis, sino por el compromiso ético que representa. El fin del socialismo marxista es la emancipación del hombre y el pleno desarrollo de su individualidad. Tampoco tienen sentido esa fría ortodoxia que establece al proletariado como sujeto de la verdad histórica, ni ese colectivismo gregario que se impuso como dogma ecuménico para todos los partidos comunistas. Hoy sabemos que el anticapitalismo convoca múltiples sectores y opiniones y que no existe una única opción de socialismo ni una mística vanguardia –todo esto se fue constituyendo, precisamente, en una regresión religiosa en la teoría marxista, a pesar del propio Marx. En realidad, ninguna revolución ha realizado hasta ahora el ideal marxista de la desalienación; “el sueño del hombre integral”. Se han perdido entre los vericuetos de un marxismo esclerotizado y vulgar, con sus luchas economicistas y terminaron haciendo suyos los postulados del «progreso» cientista y tecnocrático. De ahí que queramos reafirmar la validez del reencantamiento del mundo y de la vida, presente en el marxismo original, sustentado en los términos de la utopía o del Principio esperanza, como lo denominara Ernst Bloch, «el filósofo de la utopía». La secularización de las utopías, su conversión antropológica, se realiza finalmente en el marxismo, porque establece las posibilidades para llevar a la práctica los viejos sueños de justicia y libertad. La subjetividad adquiere sentido, coherencia y materialidad, mediante los procesos revolucionarios exigidos, como la toma de conciencia, no sólo para la interpretación del mundo, sino para su transformación. No es justo, sobre todo después de la obra de Ernst Bloch, mantener el uso peyorativo de la palabra «utopía», pues hoy este es un concepto mucho más elaborado, complejo y evolucionado de lo que era en la época de Tomás Moro e incluso en la época de Marx y Engels. Se debe despojar a la utopía tanto de esa idea de la reminiscencia platónica, que considera el saber cómo un simple volver a recordar (lo que paralizó por mucho tiempo las posibilidades de una conciencia crítica y anticipadora), como las implicaciones mesiánicas y apocalípticas que muchos le cargan: «El marxismo –dice Bloch– es el único saber que ha sido capaz de sobrepasar los estrechos horizontes del pensamiento tradicional y de esta forma se ha abierto a considerar la transformación de las condiciones existentes como una posibilidad real...». El recuerdo –la anamnesis, para decirlo en los términos de Bloch– es decir, el no olvido, que ha imperado en la filosofía de Occidente desde Platón, ha impedido reflexionar claramente sobre el futuro posible y realizable de manera consciente. Sólo ahora, cuando se han dado los presupuestos económicos y sociales para la concreción práctica de los viejos anhelos y sueños de la humanidad, es que se pueden proponer, desde la utopía, teorías y tendencias políticas realizables en el ámbito de la auténtica realidad. Como lo sostiene Bloch, sólo el marxismo es la teoría que permite dicho conocimiento y hace posible, teórica y prácticamente, el diseño del futuro: «La conciencia progresiva labora, por eso, en el recuerdo y en el olvido, no como en un mundo hundido y cerrado, sino en un mundo abierto, en el mundo del progreso y su frontera». Esta función de la utopía como realización consciente de las esperanzas, dirigida a señalar las posibilidades reales para la construcción del futuro, no descansa sólo en el pormenorizado diseño de un «mundo feliz» (la sociedad comunista del mañana) sino que se edifica también desde la anamnesis, desde el imposible olvido; esa herencia que es preciso recoger. No en la versión de los vencedores, sino en la de los humillados y ofendidos, en la de los derrotados. Así, por ejemplo, en la práctica y en la teoría de los anarquistas que siempre han sido desconocidos, demeritados e invalidados por los vencedores de izquierda o de derecha. Sus prácticas y teorías nos suministran un amplio material de crítica no solo al desenvolvimiento del capitalismo, sino al del «socialismo autoritario», o marxismo, con el que siempre polemizaron. Desde la concepción libertaria del socialismo se planteó la crítica a la propiedad privada y a la explotación económica, pero también a los supuestos del individualismo y del colectivismo. Para la anarquía la lucha contra el capitalismo y la burguesía es inseparable de la lucha contra el Estado y toda forma de autoritarismo. Estas teorías y acciones, a pesar de su sensatez, razón y lógica, siempre han sucumbido. Debemos entender que en el estudio de los fracasos y de los vencidos, puede haber más posibilidades de futuro que en el de las empresas exitosas. La utopía y la razón de los vencidos Walter Benjamin dijo que «el pasado no es ciencia sino memoria» y que la memoria puede abrir los expedientes que la ciencia ha archivado, es decir que, en todo caso, no podemos cancelar el pasado, porque el pasado pagó el precio del progreso que algunos disfrutan en el presente, cuando en realidad vivimos un presente cargado de injusticias y de inequidad, presente que se edificó y organizó en el pasado. Como lo ha expresado el filósofo español Reyes Mate: «La clave del conocimiento de la historia está en el pasado y no en el futuro...» y propone que «la ética política hoy tiene que hacer justicia a la injusticia de la historia». Es decir, si permanentemente se nos dice que hay que recordar para evitar que la historia se repita, es porque el proceso histórico ha estado errado, por ello es importante, entonces, recordar para hacer justicia, para que las víctimas cobren los daños, para que los opresores rindan cuentas, para que paguen las deudas contraídas, por la explotación, por el colonialismo, por la guerra... La historia ha sido escrita por los vencedores, «lo que llamamos cultura no es más que la herencia acumulada y transmitida por los vencedores», pero el pasado tiene aspectos inéditos que hay que revelar, que hay que mostrar; se trata de las voces silenciadas, de los saberes subyugados y el conocimiento de los vencidos; de las versiones no oficiales de la realidad. En pro de una clara alternativa a los ideales del «progreso» y en favor del Principio esperanza, hay que dar luz a esa parte oscura de la realidad, de la historia, hurgar e indagar en lo oscuro, en la marginalidad, en el arrabal, en el lumpen, en la pequeña historia. También en los hospitales, en los manicomios, en las cárceles, en los cuarteles y en las escuelas se ha hecho la historia de Occidente, como nos lo enseñó Michael Foucault. Con todas estas huellas se puede rehacer la historia, dando importancia a quienes han carecido de ella, a las anónimas víctimas que no registra la historiografía oficial. La propuesta de liberación del hombre determinada por el Racionalismo y la Ilustración, y contenida ya en la exposición de Descartes en el Discurso del método, indicando la necesidad de «hacernos dueños y poseedores de la naturaleza»... para la invención de una infinidad de artificios que nos permitan disfrutar sin ninguna pena de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que en esta se encuentran», contenía la impronta de la dominación y la opresión. El desencantamiento del mundo fue viciado desde sus orígenes, por los intereses de lucro y de dominio; por la alienación y por el sufrimiento de las mayorías. Por ello la utopía ha de hacerse historia, para enfrentar esa dialéctica negativa basada en el «progreso» entendido exclusivamente como aumento de la productividad, del consumo y de la represión. Si, como creía Weber, la modernidad, la Ilustración, es un proceso progresivo irreversible de racionalización, está demostrado hasta la saciedad, que dicha racionalización ha sido un proceso continuo de instrumentalización y de pérdida de la libertad, bajo el imperio de las relaciones sociales de producción capitalistas. La razón realizada hasta el presente ha sido parcial e incompleta y ha conducido a la cosificación del hombre. La ciencia, antaño reputada como emancipadora, hoy sabemos que es reificadora y destructora. No obstante, en los conceptos de razón e ilustración, prevalece aún la utopía. La razón no puede ser únicamente la razón dominante-destructora, sino que hay en ella «momentos de verdad», ocultos si se quiere, pero que afloran bajo determinadas circunstancias. Por todo ello hay que denunciar, no la Ilustración como dominio técnico de la naturaleza, sino la perversión de la Ilustración como opresión y represión sobre los seres humanos. En resumen, la Ilustración y la modernidad se han convertido en proyectos de deshumanización bajo el dominio de la razón instrumental que ha provocado la más generalizada alienación, la homogeneidad, el uniformismo y el «pensamiento único» y que pareciera realizarse, con todo su esplendor, en la agresión, en la guerra, en el genocidio, en las «fábricas de muerte» de los campos de concentración y de exterminio. En general la humanidad padece hoy un sentimiento de encierro y de dependencia total. Muchos están dispuestos siempre al acatamiento, a la obediencia y a la subordinación acrítica al poder y a las autoridades, sin importar que éstas estén sostenidas por el crimen y el horror, en ello consiste la «banalidad del mal». No se trata, como lo expresara Teodoro Adorno, «de una aberración en el curso de la historia, irrelevante frente a la tendencia general del progreso, de la ilustración, de la humanidad presuntamente en marcha...»; en realidad las mentalidades proclives al genocidio y la tortura surgen de las propias condiciones políticas y sociales, incubadas bajo la ideología del «progreso» que alienta tanto al capitalismo, como al «socialismo realmente existente». Como dice Reyes Mate: «La historia de los oprimidos –la que interesa a Walter Benjamin– es una cadena de derrotas. Pero con huellas muchas veces. Se puede hacer una historia científica de esas derrotas». Y se pregunta: «Entonces ¿por qué no entender el pasado de los vencidos como un acontecimiento del que derivan derechos pendientes no saldados? Sólo lo impide la creencia de la eternidad del vencedor. Para entender el pensamiento de Benjamin no debemos perder de vista el interés político de su reflexión: cambiar el presente(...) Hoy ya sabemos que el bienestar material puede coexistir con la opresión política. No basta acabar con el hambre para que haya libertad». No podemos hacer abstracción de esa realidad, incluso debemos entender, también, que en la llamada marcha triunfal de la historia, el fascismo es aliado del progreso, no su negación. Dejando intactas las relaciones de explotación del hombre por el hombre y la alienación, se ha impuesto, de manera global, la ideología del progreso con destructividad, generando las sociedades represivas que conocemos, bajo la etiqueta de fascistas, democráticas o socialistas. Premisas para la realización de la utopía Herbert Marcuse en El fin de la utopía ha dicho: «Todas las fuerzas materiales e intelectuales necesarias para la realización de una sociedad libre están presentes. Y el hecho de que no se apliquen efectivamente a ello se debe exclusivamente a la movilización total de la sociedad existente contra su propia posibilidad de liberación». Con las fuerzas productivas actuales es posible eliminar el hambre y la miseria, pero esto no se ha cumplido y la concreción de la utopía soporta un permanente aplazamiento. Bajo la experiencia del llamado «socialismo realmente existente», más que aproximarse, la utopía se alejó; porque el socialismo centrado en la formación del hombre integral, se extravió tras la búsqueda de procesos que garantizaran el aumento de la productividad del trabajo, en el impulso a una civilización industrial que asume el progreso ligado a la destructividad y a la barbarie ecológica, en la carrera armamentista y el apoyo al complejo industrial-militarista, en la sumisión a los trabajos alienantes, en la persistencia de las desigualdades sociales, la negación de las libertades y, en general, en el mantenimiento de una pesada maquinaria estatal. Todos tenemos claro que, a pesar de las predicciones de Marx –y de tantos otros socialistas, libertarios y autoritarios–, la burguesía no ha producido «sus propios sepultureros», ni vemos cercano, ni posible, el triunfo del proletariado. El capitalismo aún es fuerte y no ha sido derrocado, aunque hoy como ayer, en los orígenes del movimiento comunista, nos quede la esperanza de alcanzar la «conquista de la democracia», mediante un permanente compromiso con el «Principio esperanza», y el empleo de múltiples formas de oposición y resistencia. Una nueva estrategia para la transición al socialismo, para la realización de la utopía, debe contemplar no sólo la abolición de la propiedad privada, sino las posibilidades de un «giro hacia el interior», hacia la subjetividad, reconquistar para el marxismo su idealismo original. En todo caso es evidente que los diversos modelos revolucionarios reputados de marxista-leninistas, han sido históricamente superados. Como lo expresara Rudolf Barho desde 1977 en su libro La alternativa: «El socialismo significa, ante todo, promesa de creación de una civilización distinta, superior, para resolver los problemas básicos de la humanidad de modo que satisfaga y libere a la vez al individuo. En los albores del movimiento se hablaba de emancipación humana universal, y no sólo de ese moderado y estéril bienestar con el que intentamos sobrepujar al capitalismo tardío. Así los comunistas parecen haber llegado al poder para continuar la vieja civilización sobre la base de un ritmo más acelerado». Bien sabemos hoy que esta competencia llevó a la catástrofe del llamado «campo socialista». La perspectiva del socialismo que queremos no puede afincarse tercamente sólo en los procesos económicos y productivos, sino, en la profundización y expansión del saber, del sentir y de la autonomía de los seres humanos; en la construcción de ese “hombre nuevo” de que nos hablara Ernesto el «Che» Guevara, en el impulso de la solidaridad activa, en el respeto crítico por las diferencias y, finalmente, corrigiendo la actual estructura de las necesidades: «no más vivir, aprender, consumir, relajarse, disfrutar exclusivamente para reponer la fuerza de trabajo necesaria al próximo ciclo productivo». Sólo así sería posible conquistar una sociedad en la que, «el libre desarrollo de cada cual será la condición para el libre desarrollo de todos». Más que ligada a fundamentos científicos o económicos, la motivación más profunda del socialismo seguirá siendo ética, estética y utópica, por lo tanto, determinada por la conciencia crítica, pero también susceptible al fracaso. Bibliografía de referencia – ADORNO, Theodor: La educación después de Auschwitz. En Consignas. Amorrortu Editores. Buenos. Aires1973. – BAHRO, Rudolf: La alternativa. Alianza Editorial. Madrid 1980. – BLOCH, Ernst: El principio esperanza. Editorial Trotta. Madrid 2003. – FISCHER, Ernst: Lo que verdaderamente dijo Marx. Editorial Aguilar. México 1970. – MAQUIAVELO, Nicolás: El príncipe. En Obras políticas. Editorial El Ateneo. Buenos Aires 1957. – MARCUSE, Herbert: El fin de la utopía. Siglo XXI Editores. México 1969. – MARX, Karl: Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Editorial Grijalbo. México 1972. – MATE, Reyes: Por los campos de exterminio. Editorial Anthropos. Barcelona 2003. – MORO, Tomás: Utopía Editorial Folio. Barcelona 1999. – PLATON: Diálogos. Editorial EDAF. Madrid 1969. – REYES, Alfonso: Última Tule y otros ensayos. Biblioteca Ayacucho. Caracas 1991. – ZULETA, Estanislao: Don Quijote, un nuevo sentido de la aventura. Hombre nuevo editores – Fundación Estanislao Zuleta. Medellín 2001. Edición 789 – Semana del 6 al 12 de agosto de 2022 | |||||||||||||
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