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Acerca de la |
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En detrimento del mundo de la vida se ha desplegado la sola inteligencia instrumental y pragmática, siendo principales vehículos de esta difusión las instituciones universitarias. Con base en el éxito logrado por las ciencias durante los últimos tiempos hemos ido cayendo, inexorablemente, en una especie de superstición de la racionalidad científica y tecnológica. |
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Julio César Carrión Castro |
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Hemos dicho que eso de “la sociedad del conocimiento” es un falso paradigma socioeducativo con el que se nos pretende demostrar que los saberes científicos y tecnológicos que desarrollan impulsan y trafican las grandes transnacionales del conocimiento, están despojados de todo direccionamiento; que son neutrales y que están ahí para ser utilizados por toda la humanidad sin ninguna trampa ni intencionalidad. Olvidan los promotores de esta idea que las originarias propuestas del alfabetismo y de la ilustración –tan publicitadas bajo los regímenes demoliberales– han sido pervertidas y tergiversadas. El expansionismo escolar y universitario siempre ha estado adscrito, de forma irreversible, a la ampliación de la productividad capitalista, así como a la tendencia a la homogeneización de las culturas. Las instituciones de educación pasaron de ser paulatinamente depositarias y orientadoras de un humanismo cosmopolita, de una amplia autonomía intelectual, defensoras de los sentimientos de comunidad y de las plurales dimensiones políticas, éticas y estéticas de los seres humanos, a ser simplemente instrumentos de promoción de una estrecha racionalidad instrumental que niega, precisamente la multidimensionalidad del espíritu humano, queriendo fusionar las más variadas formaciones culturales alrededor de una concepción cientista de la realidad y en torno también de los intereses empresariales y mercantilistas que fomentan la selectividad, mediante un engorroso sistema de reconocimientos y diplomas, es decir, graduando, jerarquizando a las personas mediante credenciales y títulos que reflejan, no los conocimientos y saberes sino la propia estructura de clases de la sociedad y enfatizando la subalternidad. En detrimento del mundo de la vida se ha desplegado la sola inteligencia instrumental y pragmática, siendo principales vehículos de esta difusión las instituciones universitarias. Con base en el éxito logrado por las ciencias durante los últimos tiempos hemos ido cayendo, inexorablemente, en una especie de superstición de la racionalidad científica y tecnológica. Desde que se impuso el sistema escolar con estos criterios, hemos sido abundantes, prolíficos, en un sinnúmero de procesos contradictorios que giran alrededor de la idea del “progreso”, bajo los mezquinos parámetros del interés de lucro y las determinaciones de los grupos de poder. El paradigma cientista y la obstinación en un continuo progreso material han traído adjunto el desarrollo de la brutalidad, la destructividad y lo inhumano. La apoteosis de la razón positivista coincide trágicamente con el incremento del miedo, con el control represivo de la sociedad y la imposición de consensos coercitivos. La multiplicidad de los nuevos saberes y tecnologías que nos embriagan cotidianamente ha provocado en su encumbramiento, la devaluación del mundo de la vida, la sustitución del hombre por su caricatura publicitaria, la regulación y normalización de la entera humanidad y el aparente triunfo de la devastación, la barbarie ecológica, la guerra y la muerte administrada, bajo el dominio generalizado de esta racionalidad instrumental. Perplejos contemplamos las paradojas y contradicciones que ha encubierto el ideario del “progreso”, que han ayudado a edificar las universidades. Al efectuar una mirada escudriñadora sobre los resultados que tanto se ponderan de la revolución científica y tecnológica, encontramos muestras de lucidez y cordura compartiendo simultáneamente honores con los más despreciables actos de barbarie e irracionalidad: el enorme incremento alcanzado en la producción por el desarrollo de la industria, el mayor rendimiento agropecuario y la mundialización del comercio; la aparente desaparición de antiguas pestes y epidemias que como maldiciones acompañaron –¿acompañan?– a la humanidad desde tiempo inmemorial, las proezas de la medicina y de la cirugía, la prevención y control de las enfermedades por la generalización de la higiene y la aparición de la seguridad social; la consecuente ampliación de la esperanza de vida –sólo para algunos grupos poblacionales–; el aprovisionamiento, –y mezquina utilización– de nuevas fuentes de energía; la extensión de algunos bienes y servicios a regiones marginales, la revolución de los medios de comunicación y en general los grandes cambios acontecidos en la vida cotidiana de todas las personas, constituyen, por así decirlo, un claro ejemplo del lado positivo y hasta providencial de esta prosperidad científica y tecnológica, que ha contribuido a acrecentar la educación y las universidades y que hoy pareciera alcanzar todos los rincones del planeta. Podemos afirmar sin embargo que todo optimismo resulta majadero ante la enorme presencia de esa visión apocalíptica que también contiene el desarrollo de unas ciencias y tecnologías objetivadas tan sólo desde el obrar instrumental y subordinadas a los intereses de dominio. Bajo la tutela de las universidades y demás centros del conocimiento también hemos podido ver, principalmente, durante el desventurado siglo XX y lo que va del XXI, un mayor ensanchamiento de la perversidad social: pequeños polos de riqueza y de derroche coexistiendo vergonzosamente con amplias zonas de penuria y necesidad; comodidad y lujo en un extremo, pero también hambre y tortura administradas. Estos últimos siglos de vigencia del sistema capitalista, en especial en su fase imperialista, nos han permitido contemplar, asimismo, la continuidad y pervivencia del colonialismo, la aculturación, el despojo y la depauperación absoluta de los pueblos vencidos. La abundancia de miseria cínicamente aceptadas, no sólo por una lumpen burguesía cada vez más mediocre y deshumanizada, sino por una sociedad civil aletargada y conformista, por el incremento acelerado y compulsivo del consumismo que trae anexos problemas como la angustia existencial, la drogadicción y el embobamiento farandulero y tecnológico, en estas sociedades del espectáculo. Se trata de una época que, al compás del fortalecimiento del complejo industrial-militarista ha visto la expansión de la barbarie ecológica, el peligro de las nubes radiactivas y la amenaza cierta del holocausto nuclear. Basta recordar que el siglo XX fue el siglo de Auschwitz, de Hiroshima, de Vietnam; del Apartheid, del racismo y de la xenofobia, de Sabra y Chatila; del FMI, la CIA y la OTAN; de los autoritarismos y los totalitarismos, del Fascismo y del Nazismo y de las dictaduras amparadas por las grandes potencias. También el siglo de la psiquiatría represiva y los Gulags, del muro de Berlín y Tiananmen; de la malograda primavera de Praga y del fracaso rotundo del ensayado “socialismo real”. Del control del cuerpo, del gesto y hasta del alma humana: del poder sobre la especie, del amaestramiento conductual disfrazado de pedagogía, de la geopolítica y los genocidios, de la biopolítica, la ingeniería genética y, en general, de la globalización de las regulaciones. De la omnipotencia de una anónima tecno-burocracia internacional que amparada en la oculta administración de las multinacionales de la industria, del capital financiero, de la guerra y del saber, nos ha impuesto esa unipolaridad imperialista que pretende haber llegado al final de la historia y dado muerte a la utopía socialista, promoviendo arteramente, en los estertores de este sistema, un supuesto remozamiento del capitalismo, mediante el impulso de la tan publicitada como falsa “sociedad del conocimiento” y de un capitalismo de rostro amable. Edición 798 – Semana del 8 al 14 de octubre de 2022 | |||||||||||||
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