Paz total y órdenes urbanos

 
 
 

La paz total debe fortalecer a los sectores civiles y democráticos de la sociedad, no se puede por pragmatismo, convertir a los grupos armados en los responsables y protagonistas del cambio social en Colombia y en esta, las ciudades serán determinantes en la reconfiguración del orden social territorial.

  Max Yuri Gil Ramírez
  Profesor Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia
 
 

La situación de violencia colectiva en Colombia hoy, se caracteriza por el tránsito de un conflicto armado tradicional, de carácter político, hijo del mundo de la guerra fría; a uno marcado más por la proliferación de organizaciones ilegales que basan su accionar en la disputa violenta por todo tipo de rentas, legales e ilegales, y que como muchas de dichas organizaciones estuvieron en su origen relacionadas con actores y dinámicas del conflicto político armado, han aprendido la importancia del control territorial, de la necesidad de desarrollar mecanismos de gobierno sobre las poblaciones de los territorios en los cuales hacen presencia, sobre lo trascendental que es un adecuado relacionamiento con sectores institucionales y de las elites políticas y económicas. Como todo proceso de cambio social, el conflicto armado colombiano hoy no es el mismo de hace 10 años, pero tampoco se puede considerar que no haya ninguna relación con la etapa precedente, hay rupturas, y también continuidades.

En este contexto, el papel de las ciudades es cada vez más importante. Cerca del 80% de los habitantes de Colombia, unos 40 millones de personas, habitan en centros poblados de más de 10.000 habitantes, y casi 20 millones lo hacen en las cinco principales ciudades y sus áreas metropolitanas. En estos espacios urbanos, los actores protagónicos y sus dinámicas de violencia organizada poco tienen que ver con la disputa por proyectos políticos, dado que lo predominante es la contienda por rentas provenientes de un verdadero portafolio de actividades delictivas, especialmente en torno al narcotráfico para la exportación y el lavado de activos, junto con otras rentas provenientes de delitos como el microtráfico, la extorsión, diferentes modalidades de hurto, y también y no menos importante, de la captura de recursos públicos a través de auténticos carteles de la corrupción estatal.

Medellín es una ciudad emblemática de la transformación de las dinámicas de la violencia colectiva en Colombia. Desde comienzos de la década de 1980, la ciudad vivió la consolidación de una poderosa estructura del narcotráfico conocida como el cartel de Medellín, liderada por Pablo Escobar, quien logró un salto cualitativo en el negocio del narcotráfico. Luego de su muerte, surge una versión mejorada de esta estructura, que se conoce como la Oficina de Envigado u Oficina del Narcotráfico de Medellín, que entre otras características se distingue por dos rasgos novedosos: una relación armónica con buena parte de las elites económicas y políticas de la ciudad y por su articulación a labores contrainsurgentes con sectores institucionales, en especial de la fuerza pública y de organismos de seguridad del Estado.

Esta estructura delincuencial es la que se transforma en diferentes bloques paramilitares desde finales de la década de los 90 hasta mediados de la década del 2000, asumiendo nombres como Bloque Metro, Bloque Cacique Nutibara y Bloque Héroes de Granada, todos de las Autodefensas Unidas de Colombia. Luego de su desmovilización parcial, con algunas modificaciones, mantiene su accionar hasta hoy, desarrollando una red flexible de organizaciones criminales con el predominio de grandes estructuras semi invisibles con un perfil de alta criminalidad combinada con su articulación con una vasta red de organizaciones delictivas barriales, que en la ciudad se denominan “combos” y que son la presencia armada cercana a la vida de la inmensa mayoría de los habitantes de Medellín. Estos son quienes realmente se encargan del control de la vida cotidiana, de la regulación de algunas actividades de los barrios, del cobro de la extorsión a todo tipo de transacciones comerciales e incluso de su provisión directa y de la administración de los sitios de expendio de drogas.

Esto significa que, en la ciudad, la inmensa mayoría de sus habitantes viven bajo el control de estas organizaciones ilegales, sin embargo, hay que considerar que estos órdenes ilegales no son incompatibles con la presencia institucional. Hasta comienzos de la primera década de este siglo, hubo en la ciudad controles territoriales ejercidos por grupos de milicias que representaban un desafío parcial al orden institucional, pero este periodo terminó con las operaciones militares de 2002 y 2003. Desde entonces, el orden reinante en los barrios de la ciudad es un orden que como Jano, tiene dos caras, una legal y una ilegal, pero que no son antagónicas, son complementarias y por eso, se puede encontrar presencia institucional en cada rincón de la capital antioqueña, ningún grupo delincuencial ataca a la policía, pero al tiempo, están los poderes y controles cotidianos de los combos, algo a lo cual se han acostumbrado los habitantes luego de muchos años de fortalecimiento de este modelo de orden social. Es como un acuerdo no necesariamente explícito, las organizaciones delincuenciales no hacen un uso de la capacidad de violencia que tienen y a cambio de este bajo perfil, las autoridades no les persiguen y así todos ganamos con esta ficticia ciudad armoniosa.

Esta situación explica por qué para muchos habitantes de la ciudad la propuesta de paz total del gobierno nacional es parcialmente atractiva. Por un lado, puede significar poner fin a una situación de amenaza permanente de uso de la violencia y a la sujeción a los caprichos de los jefes e integrantes de estas agrupaciones criminales, de su vinculación de menores de edad y de riesgo de violencia y acoso sexual a niñas, jóvenes y mujeres. Pero al tiempo, les inunda la incertidumbre de qué pasará con sus vidas si estas organizaciones desaparecen, quienes serán los garantes del orden, de la seguridad, de la convivencia y también en no pocos casos, del acceso a recursos económicos, empleos y hasta representación política.

Un componente fundamental, pero al tiempo de la mayor volatilidad es el acercamiento para el sometimiento a la justicia de estructuras de carácter criminal, urbanas, pero al tiempo, sin estas, no se podrá hablar de paz para los millones de personas que viven en las ciudades colombianas. Pero junto con los acercamientos, se requiere con urgencia de una política de seguridad especial para las zonas urbanas, porque tal vez uno de los temas que más claro queda es que hoy en día no hay casi institucionalidad para la lucha contra estas organizaciones –especialmente Fiscalía y Policía–, sea por comodidad, por miedo, simpatía o corrupción y que así mismo, muchas autoridades locales prefieren transar o convivir con ellas, porque es más fácil que intentar su reducción.

De manera simultánea, se requiere que la institucionalidad y la sociedad civil fortalezcan procesos y espacios para la participación ciudadana sin intermediación criminal. Lamentablemente para muchas personas, la esperanza de que sus demandas de mejoramiento de sus condiciones de vida se produzcan, dependen de su representación por estas organizaciones ilegales, y aunque esto es entendible en el contexto en que se ha vivido históricamente, debido a la intermediación ilegal como garantía para poder acceder a la atención del Estado; mantener el protagonismo de los grupos armados en detrimento de los liderazgos civiles, autónomos, redundará en un mayor protagonismo de las expresiones de la ilegalidad y en un debilitamiento del tejido social democrático que durante años ha resistido a la violencia y a su legitimación.

La paz total debe fortalecer a los sectores civiles y democráticos de la sociedad, no se puede por pragmatismo, convertir a los grupos armados en los responsables y protagonistas del cambio social en Colombia y en esta, las ciudades serán determinantes en la reconfiguración del orden social territorial.

Edición 820 – Semana del 15 al 21 de abril de 2023
   
 
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