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Jóvenes masacrados en Samaniego: mi hermano entre ellos |
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La violencia estructural y directa se ha ensañado contra los más vulnerables en Samaniego: jóvenes, campesinos y mujeres. Allá los jóvenes en la pandemia del 2020 no morían de Covid-19, morían asesinados. Sucedió que aquel agosto el dolor, la barbarie y la desesperanza visitó nuestro territorio, una masacre que le quitó la vida a 8 jóvenes. |
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Martha Cecilia Andrade | |||||||||||||
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Masacre 15 de agosto del 2020 Samaniego, pueblo ubicado al sur occidente del Departamento de Nariño Colombia, rodeado de montañas, lleno de verdes paisajes, de gente emprendedora y valiente, un municipio donde la música, la danza y demás expresiones culturales lo convierten en el alma musical y cultural de Nariño. Ha sido un territorio olvidado por el gobierno central donde convergen el ejército y todos los grupos armados ilegales. Es un corredor estratégicamente ubicado que a partir del año 2000 es destino ocasional de población flotante que llega en busca de fortuna en los sembrados cocaleros de sus montañas. Lo funesto es que con ello también se estableció la violencia; en principio la gente se asombraba al escuchar disparos y presenciar escenas de muerte. Poco a poco aquello se fue normalizando y ahora la gente ya no se extraña con las detonaciones ni con sus consecuencias. La violencia estructural y directa se ha ensañado contra los más vulnerables en Samaniego: jóvenes, campesinos y mujeres. Allá los jóvenes en la pandemia del 2020 no morían de Covid-19, morían asesinados. Sucedió que aquel agosto el dolor, la barbarie y la desesperanza visitó nuestro territorio, una masacre que le quitó la vida a 8 jóvenes. Entre ellos Daniel Vargas hermano de Valentina Vargas1, quien con lágrimas y tristeza accede a contar esta historia trágica que quedará grabada en la memoria de Samaniego. Testimonio “Al caer la noche del 15 de agosto de 2020, me encontraba en casa junto a mi madre y mi hermano, de pronto sonó el celular. Daniel respondió y me dijo que eran unos amigos que nos invitaban a una fiesta de cumpleaños que realizaban en casa de los padres de Betancourt, en la vereda Santa Catalina. Daniel me dijo que no podría ir porque no contaba con dinero para aportar a la fiesta, pero como él me llevaría se lo presté. Nos fuimos a cambiar y luego en moto recorrimos los tres kilómetros que nos separaban del casco urbano. Al llegar, fuimos hasta el patio de la casa en donde nos reencontramos con amigos jóvenes de nuestra edad que con alegría nos recibieron, de inmediato nos integramos a disfrutar de la fiesta. Bailamos y cantamos mientras algunos consumían aguardiente o cerveza. Al notar nuestra euforia, el DJ tocó una canción de despecho, por lo que nos sentamos para hablar en grupos o para acompañar con nuestra voz al cantante. Ya eran las ocho y media de la noche, estábamos así cuando nuestro encuentro fue interrumpido por el ingreso de cuatro hombres que llevaban fusiles. Nos gritaron: ¡Todos al suelo! Nuestra reacción impulsada por el pánico nos llevó a correr, de inmediato a mi espalda se escucharon varias detonaciones. Eran los recién llegados que de manera indiscriminada disparaban buscando cualquier cuerpo. Por suerte, me dirigí a uno de los cuartos abiertos, llevándome una compañera por delante; volteé a mirar y pude observar cómo Brayan Cuarán caía; fue también cuando sentí que algunos de los proyectiles me rozaron; con miedo atravesé aquella pieza saltando los cuerpos de algunos amigos que se tendían al piso. Otras amigas me siguieron para encontrar refugio bajo las camas. En aquel débil parapeto temblaba escuchando mi corazón. Era tan fuerte que, estoy segura, la persona a mi lado también lo debió sentir. Nuestro silencio fue quebrantado por aquellos hombres que al ubicarnos nos preguntaron con voz exigente: “¿Quién está aquí?” Con voz quebrada respondí: ¡Somos mujeres! “A las mujeres no les va a pasar nada”, nos dijeron y en seguida nos obligaron a salir. Ya en pie, con la linterna de un celular una a una nos iluminaron cerciorándose que lo que les dije era verdad. Una vez terminó su verificación nos condujeron al patio, en nuestro camino de regreso miré a Brayan Cuarán y confirmé que las balas lo habían alcanzado, Rubén Ibarra había recibido los impactos en la silla y continuaba sentado al igual que Campos. Luego escudriñé todos los rincones del patio y pude ver que en medio de unas motos habían caído Oscar y Sebastián Quintero, pero ellos se movían adoloridos. ¡Estaban vivos! Otros jóvenes, aunque estaban tendidos continuaban ilesos, permanecían sometidos; tirados inmóviles en el piso sin querer dar motivo alguno para ser fusilados. “Dios mío, ¿qué es lo que está pasando?, ¿dónde estará Daniel?”, pensé, pero aquel pensamiento lo interrumpió la nueva orden de arrodillarnos. Una vez sometidas y dominadas por el miedo, escuché a una amiga que con voz queda dijo: ¡Michelle estaba viva!, uno de los hombres al escucharla siguió nuestra mirada y al encontrarla nos preguntó: ¿Quién es la muchacha? Ante nuestro mutismo, exigió que alguien se levantara y la reconociera, como nadie lo hizo, grosero exigió: ¡Que alguna hijueputa se levante y mire quién es! Llena de nervios lo hice, alumbrándome con la linterna del celular fui hasta donde estaba el cuerpo sintiendo que con los fusiles me vigilaban, apenas llegar la reconocí: “¡Es Michelle!”, grité. De nuevo me preguntaron: ¿Michelle qué?, y le respondí: ¡Riascos, Michelle Riascos! El que parecía ser el líder gritó enojado: ¡Hijueputa!, y empezó a disparar al aire como una consigna porque al terminar la ráfaga iniciaron la retirada. Cuando pasaron cerca de Rubén, lo tumbaron al piso y lo remataron con varios disparos. Fue en ese momento que la luz de la bombilla le dio en el rostro de uno de ellos a quién lo pude identificar, era un muchacho llamado Sebastián. Permanecimos inmóviles un tiempo más y convencidos que se habían marchado nos levantamos. Como los demás, quise correr, alejarme de aquél lúgubre lugar para salvar mi vida, pero dos cuerpos llamaron mi atención. El más cercano era Bayron Patiño que agonizaba, en el otro notaba algo familiar y eso me detuvo, me aproximé y de nuevo mi corazón se sobresaltó al reconocer a Daniel: ¡a mi hermano también lo habían asesinado! Recuerdo que mis rodillas desfallecieron, caí sobre él abrazando su cuerpo todavía tibio y llorando lo llamé a gritos. Apagando los de Michelle que a su lado pedía que la ayudaran. Pasado unos instantes alguien logró desprenderme de Daniel, me levantó diciendo que de pronto solo estaba herido y que debíamos dar espacio para socorrerlos, fue cuando armada de valor bajé hasta la carretera llevando la idea de conseguir con urgencia ayuda. Llamamos a los bomberos para trasladar a Michelle, Sebastián y Oscar hasta el hospital; iban mal heridos, por lo que más tarde también fallecieron. Llena de miedo y sin poder hacer nada por mi hermano sin comprender lo sucedido me alejé de aquel lugar, al llegar a casa mi madre al verme toda ensangrentada creyó que estaba herida y me preguntó angustiada: “¿Acaso te estrellaste en la moto?, ¿dónde está Daniel?” Como no pude responder, la voz de un vecino que se había enterado a medias de lo que había sucedido apareció diciéndole que Daniel estaba herido. Ante lo escuchado, como estaba corrió hasta la sala de urgencias de hospital, de igual manera yo la seguí. Entre tanta gente arremolinada fuera de urgencias, aproveché un momento para llamar a mi padre que no estaba en Samaniego. Cuando contestó le conté rápido antes de que no pudiera hacerlo: ¡Papá, mataron a mi hermano! No sé cómo recibió el golpe, pero el silencio que hizo para preguntar quién, cómo, dónde, me dijo que la noticia lo estremeció. Me comentó que de inmediato iniciaba su retorno. Mi mamá que continuaba atenta a las noticias y a cualquier carro que llegaba, en un momento preguntó: ¡¿Mi hijo, porque no traen a mi hijo?!, fue cuando creyendo que ya lo sabía, la gente se le aproximó para abrazarla y entre otras cosas que escuché le dijeron: Mi más sentido pésame por la muerte de su hijito. Al escuchar esto, ella perdió el control y desconsolada gritó pidiendo respuestas. Dejé a mi mamá con otros familiares y me devolví a la vereda, quise esperar allí a mi padre para juntos traer a mi hermano. Llegué de nuevo a la escena y fui hasta donde yacía Daniel. Lloraba la suerte de mi pobre hermano, cuestionando lo extraño de la vida, pues no entendía cómo lo pudieron matar. Escuché que alguien se me había aproximado, y solo me percaté de su presencia cuando me habló: ¿Qué pasó aquí?, ¿Usted estuvo presente? Miré a quien me interrogaba y ¡qué sorpresa tan indignante que me llevé! Era uno de los agresores que sin cambiar su buzo negro había vuelto, lo tuve tan cerca que quise abalanzarme, marcar su rostro con mis uñas y gritarle lo que había hecho ante todos los presentes. Pero mi instinto de conservación me detuvo congelando la sangre en mis venas al igual que todas mis lágrimas, de ese modo, fría y temblorosa le escupí una respuesta seca: ¡Sí, estuve, pero no miré nada! Preguntó: “¿Y mi hermana?” Volvió a preguntar: ¡Qué me puede importar tu hermana, no la he visto! Comprendiendo la distancia, en seguida se retiró para ir a mirar a los difuntos; luego como si no hubiera más gente a quien preguntar, volvió a mí para indagar sobre la muchacha. De nuevo el miedo me hizo responderle, y el tipo al conocer el nombre, interesado empezó a buscar en Facebook su perfil. Esa noche hubo mucha conmoción, la gente no lograba entender el por qué sucedió esta tragedia que arrebataba de repente los sueños, la esperanza y la vida de ocho jóvenes, las madres, los familiares y la comunidad en general gritaban: ¿hasta cuándo tanto dolor, injusticia, violencia, muerte y olvido? La noche del velorio fue interminable, al siguiente día despedimos su vida y juventud entre oraciones y cánticos que clamaban justicia. A partir de aquel día una idea atormentaba mi cabeza: decidir denunciar asumiendo el riesgo de ser la nueva víctima de los perpetradores o reprimir mi angustia para seguir viviendo entre el silencio protector de mi vida y las de mi familia. En adelante, en mis oraciones pedía que todo se aclare para recuperar la tranquilidad. Una mañana compartieron a mi WhatsApp un audio, al escucharlo mi cuerpo se erizó y volví a sentir el mismo temblor de piernas que aquella noche de los homicidios. Era la narración de uno de los sicarios que delataba todos los hechos de aquel 15 de agosto, por fin me liberaba de aquel temor y se haría justicia, poco tiempo después, se supo en el pueblo que dos de los homicidas habían sido ajusticiados en una de las veredas del pueblo, un tercero se encuentra en presidio y del cuarto nada se sabe. Hoy, a nuestra familia le hace falta el hijo y el hermano que con sus aventuras y sueños nos llenaba de felicidad. En adelante, su lugar lo ocupará su hija, una bebecita que no conoció a su padre Daniel, pues cuando fue asesinado, su madre llevaba cuatro meses de gestación, ella es nuestro consuelo y fortaleza, ya que tras los hechos nos hundimos en depresión, situación que afectó nuestra estabilidad emocional y social. Como hermana de Daniel, ahora que su recuerdo me fortalece quiero cuidar de mi sobrina, estudiar y cumplir el sueño que dejo mi hermano de sacar la familia adelante y, a la vez, hacer un llamado al gobierno para que haga presencia en nuestro territorio, que acompañe a la comunidad y evite una nueva masacre y a los grupos armados que cesen la violencia contra los jóvenes y contra la población civil”. Edición 821 – Semana del 22 al 28 de abril de 20231 Estudiante Institución Educativa Policarpa Salavarrieta, Samaniego, Nariño. | |||||||||||||
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