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Textos ilustres – |
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Lo que actualmente ocurre en América Latina demuestra que las clases dominantes no han encontrado, ni buscado, ninguna “respuesta democrática”. Su alternativa simple ha sido la de conservar lo que hay, de acuerdo con sus propias e inflexibles reglas del juego, o apelar a la vía directa y brutal de los golpes de fuerza. |
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Óscar Amaury Ardila G. | |||||||||||||
Abogado, colaborador Semanario Virtual Caja de Herramientas | |||||||||||||
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Serie recopilatoria de extractos de obras de connotados autores en el mundo, en donde posiblemente está recogido el centro de las teorías sociales y políticas del pensamiento crítico, que pudiesen coadyuvar en los procesos de formación comunitaria. La presente difusión de algunos escritos históricos aspira a convertirse en un canal pedagógico para el conocimiento, análisis y reflexiones colectivas, acerca del funcionamiento de la sociedad, las problemáticas sociales y las búsquedas reiteradas por mejores condiciones de vida; cuestiones relevantes y de importancia universal, que siguen estando en la discusión masiva y cotidiana de la población. Dialéctica de la democracia (Parte Tres) La democracia en América Latina El nudo de la problemática política en la estructura del atraso consiste en que la democracia tradicional –armada sobre los muros de la vieja sociedad, sobre sus sistemas de poder y sus líneas ideológicas– no ha podido, no podría, generar las fuerzas de cambio profundo sin las cuales la democracia no es un “sistema de vida” sino una forma artificial, precaria y vacía. Esos cambios profundos tendrían que ser aquellos orientados en tres direcciones: la de una sociedad equilibrada y justa, con escalas abiertas de ascenso social; la de una economía dinámica, racional, organizada para suministrar los recursos de ahorro y de inversión necesarios a la revolución industrial y con un moderno y equitativo sistema de distribución del ingreso nacional entre las clases sociales y la de una organización política dispuesta para la efectiva participación de los pueblos en la conducción política del Estado. En otras palabras –y dando un contenido universal al enunciado– la “democracia política” exigiría, para operar como un sistema dinámico de promoción y conducción del desarrollo, la excepcional capacidad de desdoblarse en una democracia económica y en una democracia social. Pero semejante hipótesis carece de validez, si el problema de la democracia se lo enfoca, exclusivamente, a la luz de unas ciertas formas políticas (representación, libertades, reglas institucionales del juego), y no como una cuestión integrada a la vida misma de la sociedad latinoamericana. A la luz de esa realidad indivisible e integral, la democracia política no aparece como una fuerza viva y revolucionaria, ya que precisamente lo que expresa –más o menos– es una sociedad parsimoniosa y conservadora. La América Latina aparece –con muy pocas excepciones– como un conglomerado de pueblos jóvenes con normas y prácticas conservadoras. Lo que carece de sentido es suponer que una sociedad vieja pueda degenerar las fuerzas revolucionarias para transformarse ella misma, desde dentro, por medio de sus propias normas y de sus viciados mecanismos institucionales. En esto consiste la más grande –y la más peligrosa– de las utopías conservadoras. La propagación de esta utopía ha sido, lógicamente, uno de los más poderosos medios defensivos de la sociedad tradicional, en cuanto ha intentado sustituir la aspiración revolucionaria al cambio de estructuras, por la utopía de lo que en Colombia –uno de los países más conservadores de la América Latina– ha dado en llamarse “la revolución por consentimiento”, esto es, la revolución patrocinada y autorizada por las clases contraloras de la riqueza y el poder. La verdad es que –en términos de experiencia universal– la “democracia política” ha sido el producto de la revolución, en la Francia Jacobina de 1789, o en los Estados Unidos en el ciclo creador que va de Washington a Lincoln. En todos los hemisferios, la “democracia política” ha expresado la imagen de una nueva sociedad, una vez rotas las estructuras que impedían su funcionamiento como sistema de vida. Pero el problema no sólo consiste en la persistencia de las estructuras y normas institucionales de la sociedad tradicional, sino en la poderosa gravitación de las modernas estructuras de dependencia externa. Los consorcios, los conglomerados que operan empresas multinacionales, la inversión privada directa, las corporaciones de asistencia financiera y tecnológica, no han llegado a la América Latina como fuerzas erráticas, solitarias y misionales, sino como partes integrantes de un sistema de poder hegemónico. Sus implicaciones no han sido exclusivamente económicas y financieras, sino culturales y políticas. Todavía la América Latina no ha hecho suficiente claridad sobre el costo político de la intervención financiera inglesa en las guerras de Independencia, ni sobre el actual costo político de la ayuda financiera norteamericana. Desde luego, el problema se ha planteado en relación con estos dos grandes sistemas mundiales de poder, pero no quiere decir que la cuestión se reduzca a ellos. La Indochina –o Vietnam– formuló el problema en relación con Francia (la que gastó en la guerra contra el pueblo vietnamita lo que invirtió en mejorar su vida, a lo largo de toda la historia colonial) y el Congo Belga en relación con una nación tan culta y de clase media como Bélgica, tan implacable como las grandes potencias en la explotación colonial. El problema de la “democracia política” no es, entonces, un simple problema de organización doméstica, sino un problema de comportamiento nacional frente a las estructuras de dependencia externa y a las múltiples formas del colonialismo. Lo que hizo Santo Domingo, después del derrocamiento de Trujillo, fue un formidable esfuerzo por darse una constitución democrática: ese esfuerzo fue aplastado por una tropa extranjera. Lo que siguió, al ejército invasor, fue el tipo de “democracia política” que prohíja o tolera el Imperio. Algo semejante ocurrió en Guatemala, en donde se pretendió apoyar la democracia política sobre un cuadro mínimo de justicia social. Una de las formas de ese intento de redistribución de la tierra y del poder, fue la reforma agraria. Pero fue suficiente que la reforma agraria tocase las tierras no utilizadas de la United Fruit Co., para que se desencadenase la contrarrevolución armada, se demoliesen las conquistas populares y se construyese una “democracia política” de acuerdo con la imagen ideológica exportada por la Metrópoli a los territorios dependientes. Estos hechos le plantean a la América Latina una serie de problemas de fondo:
Lo que actualmente ocurre en América Latina demuestra que las clases dominantes no han encontrado, ni buscado, ninguna “respuesta democrática”. Su alternativa simple ha sido la de conservar lo que hay, de acuerdo con sus propias e inflexibles reglas del juego, o apelar a la vía directa y brutal de los golpes de fuerza. De otra parte, en los Estados Unidos tampoco se ha hecho suficiente luz sobre los movimientos revolucionarios de América Latina, sus aspiraciones democráticas y el papel negativo de los enclaves coloniales, situándolos como la más poderosa fuerza de obstrucción del desarrollo económico, político y social de los pueblos latinoamericanos. “El punto realmente grave –decía, en la Universidad de Puerto Rico, Arnold J. Toynbee– es la cuestión de la actitud de los Estados Unidos frente al movimiento en pro de la justicia social”. Hoy los obreros y campesinos latinoamericanos están exigiendo justicia social con una insistencia que convierte este impulso popular en la fuerza rectora de la América Latina. En esta dirección tendrá que moverse el nuevo pensamiento latinoamericano, intentando aminorar la tremenda distancia existente entre la teoría de los cambios estructurales en la Carta de Punta del Este y la práctica en la relación de precios de intercambio (países latinoamericanos-Estados Unidos) o en las formas de comportamiento económico y político de conglomerados y consorcios norteamericanos en América Latina. El problema adquiere una más grave peligrosidad –desde el punto de vista de las posibilidades de mejoramiento de la democracia política– si se tiene en cuenta que las oligarquías latinoamericanas se apoyan en ese poder extranjero, comparten sus privilegios y estimulan su acción intervencionista y subversiva. Es dentro de este marco que deberá reconocerse la problemática relacionada con la crisis de la “democracia tradicional”, esto es, una “democracia política” sin participación popular ni cambios estructurales. (Págs. 43, 44, 45, 46, 47) Fondo de publicaciones Antonio García, PLAZA & JANES, 1987. Edición 842 – Semana del 16 al 22 de septiembre de 2023 | |||||||||||||
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